jueves, 28 de marzo de 2013

Los bucles son otro tipo de instantes infinitos


Madurar viene a ser una profecía autocumplida que consiste en convencerte de que lo has hecho; por eso es peligroso saber dónde has dejado escondido tu diario de hace diez años.
En mis sueños escribo y soy feliz. En la mayor parte de ellos es lo único que hago, aunque en otros incluso tengo novia. Cuando recuerdo los sueños de mi padre escribo, estudio ingeniería de Caminos y soy feliz (me da tiempo a todo, son sueños largos). Por supuesto, no soy tan feliz como si lo único que hiciera fuera escribir, pero si infinitamente más que si sólo me dedicara a la ingeniería.
Cuando despierto de mis largos sueños son las ya once o las doce de la mañana. Hace quince días que me prometí madrugar, y de hecho programé la alarma del teléfono móvil para que sonase a las ocho. Las primeras mañanas no reconocía el sonido y despertaba a toda la casa; lo apagaba mi padre, cabreado, pero por lo menos luego llegaba a tiempo al trabajo. Luego ya aprendí a silenciar la alarma durmiendo, y a levantarmea las once o a las doce.
Casi prefiero estar dormido a estar despierto, porque me aburro mucho por el día. Todas las mañanas desayuno como un rey, si señor, y todas las mañanas me ducho y me lavo el pelo, porque no sé qué más hacer. El pelo.
Llevo sin cortármelo desde hace cuatro meses, y mis padres comienzan a tener ilusiones de que lo vaya a dejar largo, que es algo que les hace ilusión sabe Dios por qué. Yo lo quiero cortar, y el día que me levante temprano va a ser lo primero que haga, después de desayunar y ducharme.
Tengo un montón de ropa que no uso, pero cuando, después de bañarme, me cuelgo en la puerta de mi armario buscando ropa para ponerme me entra una especie de angustia ante el folio en blanco y acabo cogiendo el mismo pantalón vaquero del día anterior, los mismos tenis azules. Hay días en los que incluso me pongo una camiseta azul, y parece que lleve un uniforme.
Tras adecentarme, veo la televisión durante horas, concentrado, sin descanso, apenas las paradas para comer, mear y esas cosas necesarias... Si me canso de no hacer nada, me voy al ordenador. Lo enciendo, abro un documento de Word, y me entonces me entra una especie de angustia de armario.
En mis sueños no escribo y soy feliz, corrijo, tengo la habilidad de soñarme ya escritor, y de hecho consagrado, y así sí que me duermo a gusto.
Supongo que, en definitiva, me sueño respetado y eso es normal, pero cada vez tengo más claro que me tengo que buscar otra razón por la que me respeten, porque no valgo para escribir. Cuando me siento frente a la pantalla tengo un brote instantáneo en el que creo que me vuelan las ideas y estoy eufórico, pero luego empiezo a teclear y se me cae el mundo encima de las manos, en cada movimiento de cada dedo sobre el teclado soy consciente del peso de toda la columna de aire sobre él...
Escribo frases boqueando desesperado, ahogándome en el aire sobre mis dedos, y luego paro, releo, borro, reescribo, leo, reborro y cierro el documento con ganas de llorar. Para no pensar mucho en ello me meto en el Messenger, pero nunca tengo nada que decir, lo cual es normal teniendo en cuenta que no salgo de casa, así que ni siquiera saludo a la gente.
Para no irme a ver la televisión otra vez, vuelvo a abrir un documento de Word, pero ya ni siquiera tengo ese momento inicial de euforia, simplemente me quedo mirando mis manos perfectamente dispuestas sobre el teclado. Nada. Aprieto todas las teclas a la vez. Cierro (¿quiere guardar los cambios?-No, por Dios).
No puedo escribir en el ordenador. Es tan impersonal, tan... ingenieril. Pienso que debería escribir en libreta, o en folios, con bolígrafo, haciendo ruido mientras araño la hoja.
Así que me voy a mi cuarto, pongo la radio para tener algún sonido de fondo, despejo todos los libros de mi escritorio y abro una libreta, cayendo justo en una hoja que tengo rayada.
La arranco y la parto en dos mitades, y hago lo mismo con cada uno de esos trozos, doblándolos cuidadosamente hasta que una esquina casa con la otra, pasando velozmente la punta del dedo índice y la uña del pulgar sobre la doblez, y al tiempo que coloco las palmas extendidas de mis manos sobre cada uno de las mitades del trozo de papel para después separarlas poco a poco, me miro las uñas y pienso que debería cortármelas.
Cuando vuelva del peluquero. Llegaré a casa con el pelo corto, me ducharé y me cortaré las uñas y me pondré la camisa y saldré de casa hecho una persona nueva. Sigo rompiendo el folio en pedazos pequeños, que tiro a la papelera. Oigo por la radio que el Deportivo está perdiendo, en Riazor, así que me voy a la televisión a ver el partido.
Cuando llega mi padre del trabajo, yo sigo viendo la televisión en el salón. Él me saluda y me pregunta si he repasado matemáticas, o si he estudiado dibujo.
Empieza a hablar. Me dice que en primer año de Caminos hay dos asignaturas que vienen de las matemáticas, y que son las más difíciles. Dice que las integrales se me han olvidado, y nadie regala nada, los profesores van a pasar por ellas como trenes, sin mirarnos a la cara ni aprenderse nuestros nombres, y tengo que llevarlas muy claras.
Yo asiento sabiendo que tiene razón, y me avergüenzo de haber perdido la tarde en vez de dedicarme a cosas serias. Cuando aparece mi padre recupero la consciencia, recuerdo los miles de cosas productivas que podría haber hecho. Me da pena mi padre, sé que está triste por mi culpa.
Apago la televisión furioso conmigo mismo y me vuelvo a la habitación, y está desordenada, hay un montón de libros encima de la cama y me he dejado la radio y la luz encendidas. Empiezo a recogerlo todo, pero mi madre me llama para cenar, así que lo dejo a medias y voy.
Ceno bien, como un rey, sí señor, y me voy a la cama a soñar que soy escritor, estudio Caminos, tengo novia y soy feliz.