viernes, 11 de octubre de 2013

Por qué no me dedico profesionalmente a la lectura

Mi padre trajo a casa un manual de inteligencia emocional que su jefa llevaba un mes recomendándole con urgencia y había acabado por prestarle a traición, llamándolo al despacho cuando se estaba yendo de la oficina.
Entró con el libro en la mano, lo abrió en el recibidor mientras dejaba las llaves en el taquillón, pasó de largo del salón hojeándolo rapidamente, lo cerró a la altura de la puerta del despacho y al pasar por delante de mi habitación lo tiró sobre mi cama; mientras seguía caminando hacia el fondo del pasillo, me fue diciendo que lo leyese y le hiciese un resumen, y después se metió en el váter. Habla francamente mal del manual que, después de leerlo, la jefa creyese que merecería la pena prestárselo a mi padre.
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Estuve una temporada bastante larga, probablemente un curso entero, acompañando a Ana Freijo hasta su casa, que estaba por la Residencia, todos los días después de clase. Y después también algunos meses a Alba, que vivía en la Ronda del Carmen. Me decía a mi mismo que mi casa estaba tan lejos del instituto que un rodeo más o menos largo no era demasiado importante.
De forma parecida, hasta determinada edad tu vida adulta queda tan lejos que puedes entretenerte por el camino leyendo lo que te parezca, a tontas y a locas, hasta aprenderte de memoria "Merlín e familia", por ejemplo. Leer es intrínsecamente bueno con doce años y tus padres no se preocupan de si te va a valer de algo. Si acaso, tienen la sensación borrosa de algún provecho se sacará, y con esto les sirve de momento.
Ya había pasado esa edad cuando mi padre me mandó leer "Inteligencia Emocional", de Daniel Goleman. Piñeiro iba cogiendo trazas de ingeniero y desmontaba radios las tardes desocupadas; David se había comprado un manual de C++ para dummies y Alberto, que ahora diseña videojuegos, había escrito un programa que simulaba una máquina de refrescos.
Yo seguía simplemente leyendo, y a veces escribía cuentos. En algún momento, mi padre me dijo que por leer no me iba a pagar nadie. Pero después él mismo me hizo el encargó que leyese un libro.
Me lo tomé con gravedad histórica, en principio, valorando el peso del momento como si fuese trascendental. Lo abrí como David había abierto su guía de programación, con el destornillador de Piñeiro apretado en el puño; mi afición iba a servir de algo, también, iba a dar un primer paso hacia la madurez.
Duré dos capítulos. No fue una batalla épica. Avancé cuarenta páginas, paré y me di cuenta de que no había entendido nada ni me interesaba en absoluto, y me apetecía más ponerme a programar una máquina de refrescos que volver a leerlas. Quise seguir, nadando como mi perro a contracorriente, manteniendo a duras penas el hocico a flote.
Cuando le intenté resumir a mi padre los dos capítulos que había conseguido leer, solo me quedaba el recuerdo deslavazado de la palabra "amígdala", que por otra parte le sonaba a dolor de garganta, naturalmente.