miércoles, 30 de diciembre de 2015

Como una moneda rodando cuesta abajo

Me desperté a las 8:30 —espantosamente tarde si pretendía llegar al trabajo a las nueve—, y la mañana ha seguido a partir de ahí como una carrilana rodando hacia el puerto en una carrera de las fiestas patronales de un pueblo pintoresco en agosto.
He decidido no desayunar y he valorado no ducharme, si he de ser sincero, pero al final por lavar la conciencia me he dado una ducha rápidísima de la que salí resbalando cuesta abajo y sin frenos por el pasillo a las 8:41.
A las 8:43 agarré unos pantalones con la mano que saqué por el cuello del polo mientras me colocaba un calcetín; al ponerlos caí en la cuenta de que tenían un agujero en el bolsillo, pero eran de repente las 8:48 y no tenía tiempo de cambiarlos.
Salí corriendo de la habitación a las 8:50, y volví a entrar diez segundos después porque me había dejado las llaves de casa, las del coche, la cartera, el reloj, el zapato izquierdo y las gafas.
Me lo metí todo apresuradamente en el bolsillo del pantalón, y también los cascos, que estaban enganchados al móvil y quedaron colgando por fuera. Iba a meter también el monedero, pero como eran demasiados bultos pensé que sería mejor vaciar directamente las monedas en el bolsillo, para que ocupasen menos.
El caso es que todas esas decisiones (poner el despertador, desayunar o no, ducharme...) son tan pequeñas que ni siquiera tengo el recuerdo de haberlas tomado; como esa lluvia fina que parece no estar cayéndote encima pero te acaba mojando igualmente.
Las cosas me fueron pasando por el sueño y la vagancia y la falta de tiempo, y yo mal que bien seguí corriendo hasta las 8:51, cuando un chaparrón de monedas de cinco y diez céntimos se coló por el agujero del bolsillo de mi pantalón y se me escurrió por la pierna, sin que hubiera ningún momento clave en el que todo se hubiese ido al traste, ninguna decisión consciente a la que echarle la culpa.
Acabé entrando en el trabajo pasadas las nueve y cuarto, atribulado y cojo como Ahab, pisando sobre dos euros y pico en moneda pequeña que llevaba metidos en el zapato y haciéndome preguntas muy serias sobre el sentido de mi vida.

domingo, 22 de noviembre de 2015

No creo que conocer la historia te ayude a no repetirla

Bear with me on this, cause it's gonna be a rambleSé que en la mayor parte de los casos es una trampa de la mente, un sesgo. Le habrás pasado por delante decenas de veces, por ejemplo, al nombre de O Barqueiro, pero hasta que he escrito esto nunca te había llamado la atención. Sin embargo ahora, solo por  el hecho de que acabo de comentártelo, la próxima vez que leas en algún sitio "O Barqueiro" pensarás "anda, qué casualidad, justo de este pueblo estuvo hablando Noé hace poco". El caso es que sé que existe este sesgo mental; pero también hay modas y tabúes y hay veces que un tema realmente viene volando hacia ti en bandadas; se habla más de él, por el motivo que sea. 
Por ejemplo, hace un par de meses oí un episodio de Futility Closet en el que hablaban de los americano-japoneses durante la segunda guerra mundial, que fueron internados en campos de concentración por su gobierno, acusados de que había espías japoneses entre ellos.
Unos días después, vi un capítulo viejo de "Caso abierto" en el que hablaban precisamente de los campos de refugiados japoneses. Y hasta ahí se puede explicar perfectamente volviendo a la trampa mental de la que hablaba antes: en cualquier otro momento no le habría dado mayor importancia al tema ese, y me llamaba la atencion simplemente porque lo tenía en la cabeza.
Pero poco después escuché una entrevista a George Takei, que nació en EEUU y pasó varios años de pequeño en un campo de concentración. Y luego escuché otro reportaje, en 99% Invisible, sobre las galletitas chinas de la fortuna. Resulta que, pese al nombre, son una tradición americana; y originalmente eran "galletitas japonesas", hasta que el gobierno confiscó a los japoneses todos sus negocios y los echó de sus casas; cuando volvieron, años después, las galletitas habían pasado a ser chinas en el imaginario colectivo estadounidense.
Por cierto, creo que ya he utilizado esta metáfora en otra parte, pero me gusta 99% Invisible por lo que tiene de ola: es un programa sobre diseño, que es a la vez un paraguas muy amplio pero no da la sensación de ser particularmente interesante. Sin embargo, son capaces de hacer un episodio sobre un tema tan poco atractivo a priori como las fortune cookies que arrastra escondida una historia tan potente como esta; como una ola pequeña, de esas que rompen en las playas de ría, que no levantan un palmo del suelo y no parecen merecer el apelativo de olas, pero han movido miles de metros cúbicos de agua para llegar hasta allí.
El caso es que no es sólo la entrevista de Takei y los otros podcasts. El nuevo libro de James Ellroy también trata sobre el tema, e incluso el nuevo de Isabel Allende, fwiw.
Así que, sea por el sesgo o porque está sucediendo de verdad, he ido acumulando la sensación de que EEUU había abierto la veda sobre los campos de concentración, de que han decidido como nación hablar de ese tema y de la barbaridad histórica que supuso, asumir su culpa y etc.
Pues bien, en medio de la polémica que se está montando aquí por los planes de Obama de acoger refugiados sirios, un alcalde ha dicho lo siguiente:
"I'm reminded that President Franklin D. Roosevelt felt compelled to sequester Japanese foreign nationals after the bombing of Pearl Harbor, and it appears that the threat of harm to America from Isis now is just as real and serious as that from our enemies then."

domingo, 4 de octubre de 2015

La lista

Hace dos años y medio, después de recibir los regalos de navidades, me llegó un envío de Book Depository que ni recordaba haber pedido y, entre unas cosas y otras, me vi con un montón de libros por leer.
Dediqué la mañana del 10 de enero (estaba en el paro, tenía tiempo) a recorrer la casa de estantería en estantería, anotando en un post-it todos los libros que había ido comprando a lo largo de los años y había dejado abandonados en cualquier hueco libre de los estantes, posiblemente sin haberlos abierto. Salieron unos veinte.
Aquel día me prometí no comprar ningún libro más hasta que los hubiese leído todos. "A ver si acabo antes de las próximas navidades", recuerdo que pensé. Arranqué el post-it de su taco, lo doblé en un cuadrado más pequeño, y lo metí en la cartera, en lugar del dinero que había malgastado.
No suelo llevar cosas innecesarias en la cartera —no soy de la clase de personas que va cargando con fotos personales, ni de los que llevan condones—; pero puse dentro la lista de libros, por si acaso entraba en una librería, curioseaba durante minutos, escogía un libro y me acercaba con él al mostrador, tentándome la cartera en el bolsillo.
Entonces recordaría el post-it que iba dentro, dejaría el libro en su sitio, volvería a casa lleno de remordimientos, y comenzaría a leer el siguiente libro de mi lista; de ese modo, iría tachándolos uno a uno. Cuando hubiese acabado con todos, tiraría el papelito y sería de nuevo libre.
Hoy —4 de octubre de 2015: un año, diez meses y cuatro días más tarde del límite que me había impuesto—, voy a tirar por fin el post-it.
Me he quedado sin espacio para anotar libros nuevos.


A veces escribir es buscar aparcarmiento.

Llevo toda la tarde paseando solo por Lugo, llena de gente de fiesta, así que me ha ido dando la sensación de que tenia un texto en ciernes.
Nunca he necesitado mucho más que eso. No una historia, no una tesis que demostrar, sino dos frases con algo rascándome dentro de la cabeza y la intuición de que valía la pena ahondar en ellas. En otro momento me habría lanzado al folio, empezando la casa por la ventana, huyendo hacia adelante durante horas, escribiendo y reescribiendo —dando vueltas, buscando un hueco, arando en círculos, malgastando metáforas— y os habría castigado con un texto sin sentido, sudado e innecesario, labradísimo, lleno de adverbios metidos al toque, y que en definitiva —después de todo el esfuerzo— no llegaría a ninguna parte.
No lo voy a hacer porque he comprendido hace tiempo que nunca escribo nada que importe demasiado—o me he convencido, tal vez; me pregunto en realidad qué porcentaje de comprender algo es simplemente convencerse de ello (como cuando "comprendes" tras una ruptura que no te convenía, y qué ciego estabas, o "comprendes" que es el amor de tu vida tras la reconciliación, qué tonto has sido—, y he decidido que para eso no me apetece escribir.
Y luego he pensado (sin recordar —lo juro, lo juro— a Michi Panero), que si algo bueno tengo es que ni siquiera entendéis el coñazo que sería si no fuese tan vago.

martes, 14 de julio de 2015

Variaciones en el guión

En verano, desde que abren las flores, nos pasa al menos una vez por fin de semana.
Siempre hay algún dominguero que, al pasar frente a mi casa por la carretera, frena el coche, lo arrima un poquito a nuestro muro y lo deja parado al ralentí. Es necesario tener un oído entrenado para separar el zumbido de fondo de un motor al ralentí del ruído normal de una carretera. Es como oír un jaguar en la selva, hay que detectar la ausencia de ruído alrededor. Por suerte, mi madre es implacable, después de tantos años. Cuando yo estoy todavía empezando a notar el cosquilleo en la nuca, y a preguntarme si no habra algo acechándome a mis espaldas, mi madre ya ha salido de la casa a vigilar.
De vez en cuando es alguien que está llamando por teléfono, o que quiere tirar algo en el cubo de basura, pero normalmente es un espabilado con unas tijeras en la mano, robándonos hortensias del cierre de la finca.
El sábado cayó la primera del año. Yo estaba con mi padre en el jardín, y ni aún así me había dado cuenta de que hubiese parado ningún coche (me lo tapaba, honestamente, una hortensia), hasta que vi a mi madre acercarse al muro de la carretera, saludando con los brazos abiertos como si acabase de aparecer la tía de Vitoria.
- ¡¡Hola!!
- ¡Hola! —le contestó la del coche, sorprendida, y le llevó un momento volver a hablar—. Ay, te cogí un par de flores...
- Ya veo, ya. A ver, dámelas entonces, que las meto en agua.
La señora después siguió hablando, porque las conversaciones en la vida real no paran en el punchline. Y a estas alturas ya sabemos lo que nos van a decir; son las mismas que le dan a mi padrino cuando pilla a alguien robándole higos, las mismas que le daban a mi tía Elena, que en paz descanse, por las naranjas. La señora siguió hablando y cumpliendo sin saberlo todos los puntos de un guión que tiene cientos de años, "qué más te da si solo es un par, mujer" y whatnot, hasta que, en un golpe genial de desfachatez, le preguntó a mi madre —en confianza, de amiga a amigasi no era cierto que las hortensias se dan solo con clavarlas en el suelo.
Que es una pregunta ambiciosa, hay que concedérselo: pretende a la vez desviar la atención, normalizar la situación, y dejar un regusto condescendiente. “Y los relojes estos que me habéis pillado robando, entonces, ¿vosotros reparáis o solo vendéis?”. Sensacional, la pirueta.
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Con estos antecedentes, cuando ayer paró otro coche delante de la casa nos acercamos los tres a la pared de la finca –los tres y el perro, de hecho- dispuestos, demontres, a la batalla.
Yo iba preparando sarcasmos que soltarle al conductor cuando lo pillásemos in fraganti. Mi padre iba a quedarse callado y severo. Mi madre tenía ganas de montarle un escándalo. El perro tenía una pelota y más que nada creo que quería saber si podía jugar con el señor del coche; aunque cabía la posibilidad de que le diese de repente por guardar la casa y rompiese a ladrar, mi perro es imprevisible.
El caso es que el señor del coche —lo había dejado, por cierto, clavado en mitad del carril, sin apartarlo al arcén, parando el tráfico de un final de domingo de playa— se bajó delante de nosotros, correteó por la cuneta unos quince metros, se metió hacia monte que tenemos al lado de la finca, y se puso a cagar entre dos pinos.
Nos pilló bastante desprevenidos, francamente. Nos quedamos los tres mirándolo atontados. El perro no, el perro fue a llevarle la pelota por si había suerte.

miércoles, 1 de julio de 2015

Fragmento de "Wild Ones", de Jon Mooallem

(Después de insistir durante semanas en Twitter para que la gente oyese mi capítulo favorito de 99% Invisible, with quite meager a result, se me ha ocurrido traducirlo y colgarlo aquí, simplemente por celebrar algo que me ha fascinado.
Está más parafraseado que propiamente traducido, y francamente suena mucho mejor en 99% Invisible: completo, en el inglés original, con música de fondo -que por cierto podéis oír también aquí-, y con una introducción de Roman Mars en la que se oye la pura fiebre de su entusiasmo. En todo caso, aquí lo dejo).

Sucede cada verano. Un grupo de pequeñas tortugas de espalda de diamante salen del agua cerca del aeropuerto JFK, en Nueva York, y comienzan a caminar hacia el Oeste.
Se dirigen a un banco de arena en el que les gusta desovar, y para hacerlo tienen que cruzar una de las pistas del aeropuerto, la 4L. A veces hay tantas tortugas cruzando al mismo tiempo que la torre de control tiene que retrasar vuelos.
A la prensa le encanta hacer reportajes sobre lo divertido que es ver un montón de aviones enormes frenado por un puñado de tortuguitas.
Con esta imagen en la cabeza, pensad en el Mar Caribe en 1492. Había entonces casi mil millones de tortugas marinas viviendo en él. Los marineros de Colón, anclados allí, se quejaban en sus diarios de que no podían dormir por el golpeteo constante de las conchas de tortuga contra el casco del barco.
Daos cuenta de cómo esta escena es la opuesta a la del JFK. No es una flota de aviones gigantes detenida por unas pequeñas tortugas, sino una flota gigante de tortugas bombardeando unos pocos barcos, relativamente pequeños.

Escribí un libro sobre animales salvajes y personas en América, y lo que pretendía al comenzarlo era enseñarle a mi hija especies en peligro de extinción, antes de que desapareciesen.
Como mucha gente, creo, notaba un regusto amargo. Hay partes preciosas del mundo muriéndose ahora mismo, a nuestro alrededor, y las generaciones futuras puede que ni se den cuenta. Para ellos será normal un mundo sin ballenas, o sin vegetación. Quería contrarrestar el olvido que va a acabar apoderándose de nosotros con el tiempo.
Este olvido tiene un nombre; los científicos lo llaman Síndrome del Paradigma Cambiante. Quiere decir que todos aceptamos como normal la versión del mundo que hemos heredado, y con los años nos damos cuenta de cómo desaparecen especies o se talan bosques; pero la siguiente generación, cuando llega, acepta como normal su versión reducida de la realidad.
Es difícil alejar el zoom y darnos cuenta de todos los cambios que van acumulándose a lo largo de las generaciones. Yo ni siquiera soy capaz de imaginar lo que sería un océano con mil millones de tortugas; el invierno pasado estuve en Hawaii, vi tres tortugas marinas, y me quedé alucinado, como si estuviese en el Edén.

No hace tanto tiempo, sin embargo, América era una especie de edén en el que el hombre podía verse rodeado y empequeñecido por animales salvajes, de una manera que ahora nos resulta casi inimaginable.
A finales del siglo XIX, los trenes tenían que parar en ocasiones durante 4 o 5 horas mientras manadas de búfalos cruzaban las vías. A veces una estampida chocaba contra los trenes y los hacía descarrilar. Un testigo describió una de estas escenas, en 1871 en Kansas:
“Los búfalos atacaron con irracionalidad y desesperación, cargando contra la locomotora y los vagones según los dirigía su locura ciega. Después de que sus trenes fuesen descarrilados dos veces en una semana, los conductores aprendieron a respetar las idiosincrasias del búfalo.”
El testigo era William Temple Hornaday, un zoólogo grandilocuente del Medio Oeste, con un bigote muy trabajado. Hornaday era Jefe de Taxidermia del Smithsonian, y viajaba por todo el globo cazando animales y disecándolos para el museo.
En la India, después de cazar un elefante, se montó en su cadáver y se tomó una cerveza Bass. En otra ocasión atrapó un orangután, le puso de nombre “Little Man” y se lo regaló a Andrew Carnegie como mascota.
Suena raro, pero para Hornaday matar a estos animales era un tipo de conservación. Creía que al embalsamarlos lo que hacía era preservar especímenes en peligro para las futuras generaciones, que no llegarían a conocerlos antes de que se extinguiesen. A través de la taxidermia los podría hacer inmortales.
En 1886, Hornaday se dio cuenta de que los americanos estaban matando tantos búfalos, y tan rápido, que las praderas se estaban quedando vacías; estimó que quedarían menos de 300 búfalos en libertad. Así que hizo lo que creía más lógico y más útil: fue a Montana a matar varias docenas de ellos.
Hornaday cazó 25 búfalos en Montana y construyó con los mejores especímenes un diorama en el museo. Los colocó agrupados en torno a una charca de mentira, con cara de pena.
Pero a partir de aquí su pensamiento evolucionó. Se dio cuenta de que su trabajo era embalsamar a los animales que América exterminaba, como el del director de funeraria. Pensó: "¿Qué pasaría si en lugar de esto tratásemos de mantenerlos vivos?"
Y así se convirtió en el primer conservacionista verdadero de América, en un activista, en una celebridad. América estaba matando toda clase de animales y Hornaday dio la cara por todos ellos, desde iconos como el grizzly a otras especies menos majestuosas, como las ardillas.
Solo había una animal en el continente que no le preocupaba. Parecía demasiado poderoso para ser derribado por hombrecillos con pistolas, y vivía en un ambiente frío y brutal que el ser humano nunca podría conquistar.
“El oso polar es el rey del Norte. No es muy probable que vaya a ser exterminado por los hombres”
Hornaday escribía esto en 1914. Entonces, nadie podía haber previsto un problema tan abstracto como el cambio climático.
Pero pensad en lo rápido que ha cambiado la reputación del oso polar, de asesino sangriento a víctima indefensa. Hace 200 años los exploradores árticos contaban historias de osos polares que saltaban dentro de sus barcos y los atacaban aunque les prendiesen fuego. Pero hace poco, cuando visité un pequeño pueblo canadiense que se hace llamar “la capital mundial del oso polar”, coincidí allí con Martha Stewart. Iba a grabar a los para su programa en el canal Hallmark.

El pueblo se llama Churchill, Manitoba, y está en las costas de la bahía de Hudson. Cada otoño, justo antes de que la bahía se congele, Churchill es ocupada por 900 osos polares, y por 10.000 turistas.
Los osos caminan habitualmente por el centro del pueblo. Les encanta pasar el rato en la escuela, sobre todo. Si la gente marca el número 675BEAR, una patrulla de Control de Osos llega y los espanta hacia la tundra. Los que se resisten son sedados y trasladados a un recinto cerca del aeropuerto.
Una vez que esta “cárcel de osos” se llena, los animales son dormidos de nuevo y llevados en helicóptero, uno por uno, a un área deshabitada al Norte del pueblo. Cuando esto sucede, montones de turistas se acercan a ver estos traslados de osos; yo mismo fui a uno.
Tenía algo de ceremonia. La manera en que los oficiales colocaban al oso sedado en el centro de la red; cómo le cruzaban las zarpas sobre el pecho, como a un tío borracho tras la cena de Acción de Gracias. Era muy cuidadoso, bello, confuso. Un par de turistas lloraron. Era lo opuesto a un sacrificio animal: un ritual para salvar al oso, para demostrar lo lejos que estamos dispuestos a llegar para no matarlo. Y Martha Stewart estaba allí, filmándolo todo.
Es francamente impresionante ver a un oso levantar el vuelo. Las alas del helicóptero comienzan a batir, las esquinas de la red se levantan, la masa peluda dentro de ella se contrae en forma de U, y de repente todo el paquete está volando hacia las nubes, con el oso girando levemente en el aire, como una bolsa de té.

Ya, ya lo sé; trasladar osos en helicóptero. Es raro, nadie se habría planteado que llegaríamos a esto. La forma en la que ayudamos a los animales se ha transformado en un tipo surrealista de performance artística: llevamos salamandras en migración a través de autopistas, monitorizamos poblaciones de conejos mediante drones...
En la Universidad de Cornell, los científicos encargados de criar halcones peregrinos llevaban sobre la cabeza un depósito al que llamaban “sombrero de cópula”, e hicieron que un pájaro llamado "Beer Can" se pasase la mayor parte de los 70 eyaculando en sus cabezas, varias veces al día.
Este es otro paradigma que cambia con el tiempo: lo lejos que estamos dispuestos a llegar. Cada generación plantea lo que a la anterior le hubiese parecido una lucha ridícula por una causa perdida, y luego llega la siguiente y va todavía un poco más allá.
Y así continúa la Humanidad, colocándose el sombrero de cópula una y otra vez.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Es que ni para ir a por el periódico

Entro en el ascensor y aprieto automáticamente el botón de la segunda planta. Me doy cuenta al momento de que me he equivocado, y marco también el de la quinta; todavía tengo que acostumbrarme al piso nuevo. Me miro en el espejo mientras subo. Me queda corto en las mangas, el jersey este; ha debido de encoger al lavarlo. Cuando el ascensor para, salgo de él empujando la puerta con el talón y me fijo en que además ha hecho bolitas en la espalda. Lo he estropeado, definitivamente; debería haberlo lavado a mano, o meterlo en una bolsa como hace A. con sus blusas. Trato de abrir la puerta, pero la llave no gira; parece mentira que aún no controle bien qué llave va en cada puerta. La siguiente que intento ni siquiera entra en la cerradura. Miro bien mis llaves. Miro bien la cerradura. Miro bien la puerta.
La puerta es de un color distinto al que recordaba.
En ese momento se pone en marcha un engranaje en mi cabeza. Pasa un segundo. Una rueda dentada gira lentamente y acaba cayendo en posición. Vuelvo corriendo al ascensor, pero he tardado demasiado tiempo y el mecanismo de bloqueo de la puerta ya no me deja entrar. Subo caminando tres pisos. Cuando llego al quinto, el ascensor está esperándome con la puerta abierta.

Versión en gallego aquí 


martes, 5 de mayo de 2015

La soledad del corredor de fondo

El otro día, en el aeropuerto, le eché una carrera a una chica por ver quién llegaba antes al Aerobús que baja a Barcelona. Una carrera tácita, quiero decir.
Cuando vuelvo desde Galicia trato de viajar siempre en el último vuelo del día, que sale de Coruña a las diez y llega al Prat a las doce menos cuarto. He adquirido la costumbre recientemente, por hacer más entretenido el viaje, de agobiarme mientras aterrizamos pensando que el último Aerobús se va a las doce y si no me doy prisa tendré que bajar en taxi.
En cuanto me veo fuera del avión cojo velocidad de crucero y empiezo a adelantar a todos los que desembarcaron antes que yo. Con eficacia, sin echar a correr ni montar escándalos.
Ellos pasean por la terminal bromeando o poniéndose abrigos o quitándoselos porque acaban de llegar a Barcelona; yo camino solo y concentrado, y conozco mejor el entorno: recorto esquinas, me meto por atajos, soy eficiente en los giros, soy rápido y despiadado.
Una vez recorrí toda la terminal en la dirección equivocada, también es cierto —los había dejado atrás a todos, estaba solo en el aeropuerto, iba impresionado por mi eficacia—, pero generalmente doy cuenta de ellos con facilidad, y después me marco nuevos objetivos; siempre hay en el horizonte pasajeros de otros vuelos que perseguir.
Cuando llego a la cola del autobús recuerdo de pronto que el servicio dura hasta la una y cuarto y no había ninguna puñetera necesidad de darse tanta prisa. Entonces noto el cansancio, el hormigueo en los gemelos, el sudor en la nuca. Mientras estoy atascado en la cola, mis presas se van colocando una a una a mi lado. Siguen bromeando, hablan del tiempo y llaman a sus familias para decirles que ya han llegado. Yo trato de recordar cómo se hacía lo de respirar.
Es un hobby como cualquier otro, supongo.
_____

Llevaba el otro día tres o cuatro minutos adelantando a buen ritmo a los demás pasajeros de mi avión cuando vi que me había surgido un rival. Una chica caminaba igual de rápido, y con la misma voracidad, a unos metros de distancia  Había dejado pasar a demasiada gente en el avión, me iba a costar recuperar la ventaja que me llevaba. Esforzándome por no romper a correr, apuré el paso.
Fui recortando distancias con ella a través de grupos de pasajeros ociosos mientras pasábamos por la zona de tiendas. Iba comiéndole terreno solo porque mis zancadas eran más largas, pero su trayectoria era impecable. Desde detrás, vi cómo acortaba la esquina del Desigual, por donde lo haría yo, e inmediatamente después se cruzaba delante de una marea de gente para arrimarse a la pared derecha del pasillo. Con frialdad, sin dudar, controlando las distancias.
En un pasillo sin salidas obvias a la vista, entre decenas de incautos que caminaban aborregados hacia el cartel luminoso del fondo, ella se preparaba para una curva a derechas. Eso solo podía significar una cosa: conocía el atajo.
Dejé de verla un momento, tapado por la gente que ella acababa de adelantar, y cuando conseguí rebasarlos ya se había esfumado del pasillo. Una demostración impresionante; se trataba de una rival de altura.
Me deslicé por el atajo yo también y conseguí alcanzarla en la zona de equipajes. Atravesé el control policial con ventaja, pero en la valla de separación que hay a la salida de las puertas me abrí demasiado, y ella aprovechó para trazar una curva cerrada y colocarse delante de mí.
Se me ocurrió por primera vez la posibilidad de que se hubiese dado cuenta. Después de todo iba adelantando a todo el mundo por pura eficacia, sin correr; siguiendo las mismas reglas arbitrarias que yo. Y ahora se había fijado en mí. La carrera de verdad acababa de comenzar.
Cruzamos la sala de espera felices en la competición, navegando a la par las riadas de viajeros, sorteando trolleys y familias que amenazaban con incluirnos en su abrazo.
La chica maniobró hacia la izquierda para esquivar a un guía y se encontró de frente con un monitor de llegadas que la frenó en seco. Yo me escabullí hacia la derecha y pasé de largo, y al dejarla atrás la perdí de vista
Justo antes de la rampa de bajada a la dársena de los autobuses quise dejarle pasar a una madre que empujaba un carrito de bebé, y la chica aprovechó la oportunidad para aparecer de la nada y cruzarse delante de mí. Intenté devolverle el adelantamiento mientras bajábamos, pero había colocado la maleta hacia su izquierda, maliciosamente, para cerrarme el paso.
Al salir de la rampa solo me quedaban quince metros para adelantarla antes de llegar a la fila del autobús; parecía casi imposible. Imaginé que ella iría regodeándose en su victoria y eso le haría cometer un error, igual que a mí antes. Me abrí a la derecha y aceleré, esperando que aflojase el paso. Llegué a colocarme en paralelo, pero ella estaba alerta y mantuvo el ritmo.
El final de la cola, nuestra línea de meta, se me estaba echando encima cada vez más rápido según se iba incorporando más gente. Iba un paso por detrás, mi gemelo izquierdo gritaba de dolor, y me estaba quedando sin margen.
En el último segundo no pude evitar perder la compostura y romper a correr. Me coloqué delante de ella en la cola con tres saltitos ridículos, impropios de la carrera que habíamos mantenido, y al llegar dejé caer mi bolsa de viaje al suelo como un corredor de maratón tras la línea de meta. Había vencido, aunque me pesase.
Mientras esperábamos a que la gente fuese entrando en el autobús, pensé en darme la vuelta y pedirle perdón; le debía al menos una sonrisa amable, un gesto de señorío en la victoria. En todo caso, debía asegurarme definitivamente de que ella también se había dado cuenta; pero tendría que esperar hasta más tarde, porque la cola iba avanzando y prácticamente me tocaba entrar en el autobús. Cuando me acababa de montar y estaba buscando la cartera para pagar, el conductor cerró la puerta justo detrás de mí, y no le dejó subirse a ella.
Creo que la chica tenía que saber por fuerza que estábamos echando una carrera, tácita y amistosa. Pero cabe la posibilidad de que, mientras el autobús se alejaba, se preguntase por qué el capullo que se le acababa de colar delante y la había dejado tirada en tierra se le quedaba encima mirando con ojillos de perro abandonado al otro lado de la puerta de cristal.

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viernes, 1 de mayo de 2015

Bit of a conundrum, here

Son las cuatro de la mañana y estoy en ese punto dulce de sueño en el que debería apagar el ordenador, dejarlo en la mesilla, y echarme a dormir. Pero entonces dejaría de oir la música, claro.
El problema es que me dejé la radio encendida, antes de coger el portátil y abrir Spotify. Y en la radio está Iker Jiménez hablando de las pruebas científicas de la existencia de la telequinesia.
Y ya me está molestando ahora mismo lo poco que oigo en las pausas entre canción y canción, acolchado el sonido por los auriculares, pero es que la posibilidad de tener que escucharlo a viva voz, por poco tiempo que sea, me cabrea hasta el punto de no dejarme dormir. Es un problema ridículo, estoy de acuerdo, un guisante bajo la almohada; pero a las cuatro de la mañana mi cerebro es como un rinoceronte en estampida, incapaz de girar. Puedo echarme horas debatiendo si salir de cama para beber un vaso de agua o ir al baño.
La única solución que se me ocurre, y no consigo escapar de ella, es levantarme cuidadosamente de la cama con el portátil en la mano, sin sacarme los cascos ni desenchufarlos para seguir oyendo música mientras camino, y apagar la radio sin sufrir las chorradas de Jiménez.
Antes de acostarme, antes incluso de encender la radio, fregué los platos de la cena, lo cual no es una labor de riesgo; pero una taza consiguió escapárseme de las manos, saltó hacia arriba y cayó describiendo una parábola preciosa hasta estrellarse contra el suelo.
Llegué a la habitación cabreado conmigo mismo, me distraje un momento y cuando me quise dar cuenta tenía el móvil en la mano y estaba mirando twitter, como Homer Simpson pegándole a un gato. Espantado, lo dejé caer sobre la mesita de noche, en concreto encima de las gafas; se deslizó sobre ellas y cayó por la parte de atrás de la mesa.
Al apartarla para recoger el móvil, la lámpara se vio sin ninguna mesa debajo y se precipitó al suelo, decidida, amenazando romperse ella también; pero yo la agarré en el aire —con una agilidad completamente impropia de mí, francamente—, y la volví a colocar sobre la mesa, de donde la tiré con el codo medio minuto después. 
Con estos antecedentes, comprenderéis que no me fíe de ser capaz de sujetar el portátil con una mano mientras sigo conectado a él a una distancia fija mediante los auriculares, dar tres pasos en la oscuridad y depués una vuelta sobre mí mismo para apagar la radio con la mano libre sin acabar enredado con el cable o tropezándome con la alfombra o tirando el ordenador por la ventana.
Me resulta imposible de imaginar, a estas horas de la mañana; así que aquí estoy, oyendo de fondo cuando para la música a Iker Jiménez hablar de gente que mueve objetos con la mente.

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viernes, 24 de abril de 2015

24 de abril del 90

Imagina levantarte tal día como hoy en 1990 y recibir una carta de tu novio de BUP. Y es un poema.
Dedica las dos primeras estrofas a asegurarte que te está escribiendo porque sí, sin motivo, casi de casualidad; que le rima sin querer porque es así de artista. Después, sin que venga a cuento, te pregunta si te acuerdas de aquella noche en la que os liasteis en la cabaña de su amigo Turmo.
La pregunta sale del folio y se queda suspendida en el aire, orbitando en torno a ti, pero el tipo no se da cuenta y sigue hablando distraídamente, rimando de casualidad. Que no queda casi nadie de los de antes, y sus frases van cogiendo polvillo mientras flotan, van compactándose, y acaban cayendo al suelo con un golpe seco.
Mientras sigue su poema sin ninguna intención oculta, solo por saludar, sus palabras se han convertido en un canto rodado que amenaza con desordenar tu conciencia y aplastarte bajo su peso; y os liasteis aquella noche en la cabaña del Turmo, y os hacíais muchas risas antes todos juntos, pero supiste saltar a tiempo y de la que te has librado.

miércoles, 15 de abril de 2015

Como Cabeza, en Parets

Veo al bajar del tren un cartel que dice: "Gallecs. No passaran!", y valoro la posibilidad de que Galicia haya declarado la guerra a Parets del Vallès mientras yo dormía, y me haya convertido involuntariamente en la avanzadilla de una invasión gallega al pueblo. Capaz soy de no haberme enterado.
"En abril de 2015 se produjo una invasión por tren, aprovechando el ancho ibérico", dirán los libros de historia (en castellano, extrañamente).
"Fue un episodio confuso de la historia local. El conquistador parecía no saber si estaba invadiéndonos o no, y decía no sentir ninguna animadversión contra Parets. Si acaso, parecía cabreado consigo mismo por estar cumpliendo con el puñetero tópico de la escalera".

Versión en gallego aquí

lunes, 30 de marzo de 2015

Estoy imaginando un piolet

Estoy imaginando un piolet. O mejor, un pico de minero. Estoy imaginando darme la vuelta en mi silla retro y sacar un pico de minero del bolsillo interior de mi americana de cuadros con coderas de 150 euros. O mejor directamente con la silla. Estoy imaginando agarrar este pupitre retro por sus patas metálicas cuidadosamente decapadas para que parezca que han ido envejeciendo a lo largo de cincuenta años de críos inocentes repasando cuadernillos Rubio sentados en ellas aunque para haber envejecido a este nivel tendrían que haber estado dando las clases a la intemperie, y pegarle con el respaldo un golpe a la pantalla del ordenador que lo mande volando al medio de la cafetería y los asuste a todos.
Oirán un golpe sordo por encima del jazz pop del hilo musical y levantarán de sus propias pantallas los ojos enfundados en gafas de pasta, y verán un portátil estrellándose contra el suelo vintage de baldosas cerámicas, y a mí detrás a punto de caer, corriendo de bruces como un dinosaurio, tropezando contra las sillas y arrancando cables de los enchufes. Me verán —pero ninguno será tan rápido como para impedírmelo— agarrar el portátil por la pantalla con una mano y lanzarlo desquiciado contra el ventanal del fondo, justo antes de que la inercia se imponga y me caiga por fin, y alguien se me eche encima porque he perdido la cabeza, y mi novia decida dejarme y se me lleve la policía, liberado de una vez por todas de la tontería esta de escribir. Como cuando tuve que bajar de un parque eólico corriendo campo a través para llegar al coche antes de que se hiciese de noche, y bajé saltando entre matorrales, cada vez más rápido y sin tener ni idea de cómo iba a frenar, dejándome llevar, hasta que pisé sin fuerzas y caí con la cara primero, con una gran sonrisa contra el suelo. Como cuando era pequeño y el mar me estrellaba contra la arena y me volteaba; y yo nunca he dado volteretas porque nunca supe lanzarme, igual que nunca he sido capaz de bailar, pero las olas me rompían encima y yo me dejaba llevar contra la arena y acababa en el suelo, tosiendo y feliz.

sábado, 14 de marzo de 2015

Panenka

No se veía con fuerzas de frenar, así que se dejó llevar hasta la portería por la inercia de la carrerilla.
El portero pensó con fastidio que venía corriendo a buscar la pelota, como si no le llegase con el empate y aún pretendiese acabar de remontarles el partido en lo que quedaba del descuento. Se la escondió a la espalda con resignación y lo recibió buscándole la frente con su frente, gritándole que se dejase de ansias, y que tenía los huevos pelados y que eso no se le hacía a nadie. 
Él aprovechó la cercanía para susurrarle al oído «Tranquilo, ya está hecho, ya pasó todo». El portero no entendió muy bien lo que oía pero soltó el balón para lanzarle una colleja tímida, por si acaso.
Él lo agarró antes de que botase y después se alejó de la portería, sin prestarle atención a la colleja ni a las palmadas en la espalda de sus compañeros; atravesó el centro del campo corriendo a buen ritmo, esquivó el abrazo de su propio portero, saltó las vallas de publicidad, y salió del estadio por el túnel de las ambulancias sin parar de correr, sujetando el balón bajo el brazo y peinándose con la mano libre.

sábado, 14 de febrero de 2015

El milagro de Stevenson en Lugo (II)

Viene del capítulo anterior

Fallamos, por supuesto. Ni siquiera merece la pena comentarlo; somos malos de narices. Atacamos cinco contra tres con veinte segundos para dejar madurar la jugada y acabamos haciendo un tiro plano de media distancia que rebota en el aro y se pierde por la línea de banda.
Nos vamos a la prórroga, igual que los del partido de Alabama, después de que Travis Smith meta dos de sus tiros libres, empatando el partido sin tiempo en el cronómetro y convirtiéndose en el héroe local por unos minutos. En la primera jugada de la prórroga comete su quinta falta y queda eliminado. 
Las personales se han ido acumulando a lo largo del partido y a estas alturas, los cuatro equipos estamos cargados de faltas; cada vez que suena el silbato cae otro jugador más. Poco después de Smith se marcha eliminado un compañero suyo, y el siguiente en irse es uno de los de Ribadeo. Con dos minutos de prórroga jugados, a los Chiefs se les acaban los suplentes; se quedan entonces igual de mal que nosotros, aguantando como pueden con los cinco últimos jugadores y temiendo un pitido del árbitro en cada jugada que los deje todavía más maltrechos. Los de Ribadeo, por su parte, tienen dos jugadores en cancha.
Nos vemos con tanto espacio alrededor que atacamos sin posición, sin orden ni sentido, como si nos estuviesen flotando a los cinco a la vez; nos botamos la pelota en los pies y hacemos malos pases. Aún así, vamos metiendo alguna canasta a trompicones, porque después de todo jugamos contra dos.
Cada vez que lo hacemos, uno de los de Ribadeo se coloca en la línea de fondo para sacar, molestado —aunque no mucho— por uno de los nuestros, mientras que el otro corre en zig-zag buscando un hueco, y todos los demás tratamos de defenderlo o de tapar la línea de pase, pero en general lo que hacemos es correr detras de él como una fila de patos siguiendo a su madre.
Encuentran el pase una y otra vez, y a partir de ahí el que saca ni siquiera sube al ataque; se queda en su campo mirando cómo su compañero, y los cuatro incompetente que lo seguimos, nos vamos acercando poco a poco a la canasta; un par de veces incluso se sienta en su propia bombilla. Después nosotros tropezamos o nos hacemos bloqueos ciegos a nosotros mismos o saltamos todos a la vez, cuatro defensores cayendo en la misma finta, plumas volando por todas partes; cuando nos damos cuenta, el de Ribadeo nos ha metido otro triple.
Mientras tanto, en el otro partido, ambos equipos tienen un número previsible de jugadores y esquemas razonables, así que se mantiene equilibrado. Cuando quedan menos de dos minutos para el final de la prórroga, los silbatos suenan tres veces más. Dos de ellas, apenas con dos segundos de diferencia, marcan la eliminación de dos Chiefs.
La tercera falta es en nuestro pabellón. Al triplista de Ribadeo se le escapa el balón, y se forma una montonera, durante la cual me pegan un manotazo; probablemente alguien de mi equipo, aunque solo sea por estadística. El árbitro para el partido y pita falta. Es mi quinta personal. Estoy eliminado.
A falta de 32 segundos por jugarse, North Jackson va tres puntos por detrás de Fort Payne, con dos jugadores menos en cancha y sin la posesión; la situación es desesperada. Pero tienen un destello de suerte, y un jugador de Fort Payne comete pasos, así que recuperan la pelota directamente.
Chad Cobb asume la responsabilidad de ataque; recibe del pívot, se levanta en carrera marcado por dos jugadores y lanza un triple desde muy lejos. El balón describe una parábola muy abierta y acaba entrando limpio.
El público que abarrota el pabellón se vuelve loco, las cheerleaders animan, el speaker grita emocionado "¡EMPATE A 67! ¡EMPATE A 67!" y Jad y Robert, y todos los oyentes de Radiolab detrás de ellos, se alegran de la gesta del equipo pequeño. Yo lo miro desde el banquillo, refunfuñando.
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En el mismo episodio de Radiolab en el que cuentan la histora de North Jackson emiten una entrevista a Malcolm Gladwell; posiblemente todo el programa sea una excusa para hablar con él. Gladwell está presentando un libro sobre David y Goliat, en el que defiende que no debemos dejarnos llevar por la dialéctica del underdog, que tenemos que tratar de mantener la lógica y apoyar al favorito.
Lo argumenta de maneras muy distintas, el tipo es brillante; dice por ejempo que el que está en desventaja teórica puede jugar con las normas: le permitimos a David que vaya armado, al Atlético que se dedique a defender durante 50 minutos en la final de la Champions League. Supongo que tiene razón, pero me pasé mi infancia sentado en el banquillo de un equipo malo, y hay cosas que no soy capaz de procesar.
El partido sigue empatado a falta de 15 segundos, cuando cae eliminado por faltas el antepenúltimo Chief. La prórroga se está acabando y un jugador de Fort Payne tiene dos tiros libres para poner a su equipo por delante. Respira hondo, flexiona las rodillas, centra su mirada en la trasera del aro. Falla el primero. Bota fuerte un par de veces cuando el árbitro le devuelve el balón y después lo agarra, recupera el tacto, recalibra la fuerza. Falla también el segundo. Uno de sus compañeros caza el rebote y mete canasta, pero los árbitros se la anulan por una falta anterior. La pelota es para los Chiefs. Un hormigueo de entusiasmo recorre el pabellón.
Otro de los razonamientos que hace Gladwell es que el favorito está obligado a ganar. Ni en el partido de Stevenson ni en el de Lugo hay ningún título en juego. Ganarlo no nos supondrá ninguna alegría; no hacerlo será un desastre.
Mientras todos animan al underdog, están ignorando nuestro drama. No entendemos nada, deberíamos estar ganando cómodamente y peleando por el basket-average. El partido se nos escapa sin que sepamos cómo evitarlo, estamos nadando contra corriente, tratando de mantener la cabeza alta y pateando desesperados bajo el agua.
Uno de los Chiefs se coloca en la línea de fondo para sacar, molestado —aunque no mucho— por un rival, mientras que el otro corre en zig-zag buscando un hueco, y los demás Wildcats tratan de defenderlo o de cortar la línea de pase, pero en general lo que hacen es correr detrás de él. Finalmente recibe, y acaba tirando un triple en carrera.
Falla, a diferencia del triplista de Ribadeo; pero su compañero ha cruzado la pista corriendo sin oposición y ha llegado al aro rival justo a tiempo para recoger el tiro de su compañero. Los Wildcats se dan cuenta y corren hacia él en desbandada. Hace una finta de tiro en la que caen cuatro defensores a la vez, plumas volando por todas partes.
Y después, en el último segundo de la prórroga, hace un tiro seguro a tabla y yo me tambaleo y caigo, notando el golpe de la piedra entre las cejas, y en ese momento, entre los aplausos de todo el pabellón, decido dejar el baloncesto.


Versión en gallego aquí

REFERENCIAS 
"2 on 5" de Thomas Lake

viernes, 13 de febrero de 2015

El milagro de Stevenson en Lugo (I)

El deporte, en realidad, no es tan interesante. Para hacer atractivo un partido cualquiera —explican Jad Abumrad y Robert Krulwich en un capítulo reciente de Radiolab— es necesario fabricar una historia alrededor. La más extendida y asimilable es la de señalar a uno como el claro favorito, el Goliat, y al otro como un David que parte en desventaja. Esto hará que la mayoría de los espectadores neutrales nos decantemos automaticamente por el que tiene menos posibilidades, y a partir de ahí estaremos interesados, sin querer.
Al final del episodio Jad y Robert narran un partido de baloncesto que se jugó en Stevenson, Alabama, el día de San Valentín de 1992.
No había ningún título en juego ni era un playoff, y ninguno de los dos equipos era particularmente bueno, ni siquiera para los estándares de su liga regional de instituto. Tampoco es un derby: Stevenson y Fort Payne, las sedes de los equipos, están a unos 70 kilómetros de distancia, más o menos la distancia entre Lugo y Ribadeo.
A ningún oyente de Radiolab le importa el partido (y a vosotros, me doy cuenta, tampoco), precisamente porque el deporte, la pura competición atlética entre dos partes, en realidad no es tan interesante.
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El encuentro se desarrolla por cauces perfectamente mediocres, como cabría esperar, salvo por la cantidad de faltas personales que ambos equipos van acumulando: al final de los 40 minutos sumarán 75, una cada 32 segundos. Se trata de una constante sucesión de faltas enlazada por breves momentos de juego, en los que por otra parte abundan las pérdidas de balón y los fallos. El marcador se mantiene muy bajo durante todo el partido, pero llega apretado al final.
Cuando queda aproximadamente medio minuto, el equipo local, los North Jackson Chiefs, pierden de tres; pero Travis Smith, su base, roba la pelota y anota fácilmente al contraataque. La diferencia se reduce a un punto.
En ese momento, Nacho pide tiempo muerto. Nosotros estamos empatados con Ribadeo, la última posesión es nuestra y a ellos solo les quedan tres jugadores en cancha. Podemos ganar nuestro primer partido de liga, en la última jornada.
Mientras nos aclara esto, se le va poniendo una sonrisa canchera que aún no entendemos. Podemos ganar,  nos explica, y volvernos a casa satisfechos por el día, o bien podemos dejar pasar la posesión.
Y a estas alturas posiblemente Bieito, que es la estrella del equipo, haya cogido a qué se refiere el entrenador. Pero Bieito está eliminado por faltas, como otros cuatro, así que la responsabilidad del partido cae sobre los cinco suplentes de fondo de banquillo que todavía podemos jugar, y nosotros miramos a Nacho como vacas al tren.
De esta manera —sigue explicándonos, paciente— tendremos diez minutos de prórroga por delante, contra tres jugadores; y no solo les ganaremos el partido, sino que podremos remontarles los seis puntos de basket-average que nos sacaron en la primera jornada, y que los han mantenido penúltimos de la liga hasta ahora, semana a semana, a lo largo de meses de derrotas en paralelo.
Está en juego, en definitiva, acabar la temporada sin ser el peor equipo de la provincia. No es un gran premio, pero lo tenemos en la mano. Nosotros decidimos. En esta pequeñaventana de tiempo, nosotros somos Goliat.
El árbitro nos llama a la pista antes de que le contestemos a Nacho, y a la salida del tiempo muerto los Fort Payne Wildcats plantean una jugada larga para gastar tiempo. Cuando han consumido practicamente su posesión, y quedan unos cinco segundos en el reloj de partido, los Chiefs cometen una falta ridícula, que los puede dejar a tres puntos y además provoca otra eliminación.
La situación es desesperada, pero el tirador de los Wildcats falla el segundo de sus tiros libres y abre una pequeña posibilidad. Los Chiefs atrapan el rebote y se lanzan a un contraataque alocado en los pocos segundos que quedan. Pero Travis Smith consigue llegar con la pelota a la línea de 6,25, armar el brazo a toda prisa y lanzar un triple sobre la bocina.
Lo falla, pero los árbitros pitan falta sobre el tiro, la número 75 del partido. Smith tiene tres tiros libres sin tiempo en el reloj para ganar el partido
Nosotros estamos confusos por lo emocionante que se acaba de poner el partido en Alabama, y porque no acabamos de asimilar completamente lo que nos ha dicho Nacho.
Probablemente por eso, estamos también convencidos, contra la opinión del entrenador y francamente contra el sentido común, de atacar deportivamente, de tratar solo de meter canasta y llevarnos la victoria.
Nos reunimos en un corro antes de sacar y de alguna manera todos caemos en la cuenta de que no vamos a gastar la posesión para arrastrar el partido innecesariamente a la prórroga. "Vamos a ganar", nos repetimos, "sin gilipolleces".
Somos los cinco suplentes habituales del equipo malo de Estudiantes, en cualquier categoría en la que estemos; llevamos años sentados en el mismo banquillo en el fondo de la clasificación, viendo perder a nuestros titulares y sabiendo que nosotros no podríamos hacerlo mejor. Tenemos sobrepeso, gafas, pluma, problemas de movilidad en las muñecas. Estamos ante la ocasión única de abusar del otro equipo, de ver sangre y lanzarnos al cuello con instinto asesino.
Pero en lugar de eso decidimos hacer lo correcto y enfrentar cara a cara a nuestros rivales, con romanticismo adolescente en la mirada.

Continuación aquí
Versión en gallego aquí

REFERENCIAS
"2 on 5" de Thomas Lake 
"On the winning side"

sábado, 24 de enero de 2015

Resonancia

En algún sitio leí que si eres genial no puedes ser coherente, y la frase me acompaña ridículamente desde entonces; no tanto porque me crea genial como porque me cuesta un mundo ser coherente. Para cambiar de opinión en muchos asuntos me basta un buen discurso, un par de adverbios innecesarios, una frase pegadiza; y me refiero a temas serios: el aborto, la energía nuclear.
Ni siquiera sé qué constituye una frase pegadiza. No le veo nada meritorio a "si eres genial no puedes ser coherente" y dudo que sea cierta fuera de las guardas de los libros, pero resuena en mí de tal manera que escribo esto, diez años después de haberla leído, preguntándome si soy lo suficientemente genial para compensar mi incoherencia, si soy capaz de arrastraros subordinada a subordinada a través de frases que se desparraman hacia el final del párrafo como riadas de lava, como lenguas de hielo en la Antártida resbalando morosamente sobre la Barrera de Ross.
Qué expresión tan fea, "resuena en mí"; qué pretenciosa. Pero no se me ocurre otra manera de traducir "to resonate with", francamente. "Tener que ver" simplemente no le hace justicia, ni "identificarse con" ni "concordar". Ni siquiera "hacer eco" o "reverberar", que por lo menos remiten a ondas, traducen el efecto devastador de que una frase, o el protagonista de un libro, se sincronicen con tu modo interno de vibración y te hagan sentir validado, que te den el armazón intelectual para justificar tus defectos y los amplifiquen, y provoquen que diez años después empieces un texto con una confesión que no tiene nada que ver con lo que venías a contar, y además te  hace parecer francamente pretencioso, solamente por la posibilidad de que acabe resultando genial.
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Yo venía a hablaros de un par de frases de Colin Thubron que leí hace año y medio, con las que describía a su amigo Bruce Chatwin:
"[Era] muy obsesivo, tremendamente hablador cuando tenía una idea en la cabeza. Violentamente imaginativo más que juiciosamente erudito [...]. Ocasionalmente recibía una carta suya sin esperarla. Simplemente quería celebrar algo que le había fascinado, como si no pudiera dejar de escribir sobre ello, y no precisaba de ninguna respuesta."
La cita parece inocente a simple vista poco pegadiza, si me permitís pero se me clavó en la nuca con un cosquilleo y un borbotón de sangre espesa, y no he sido capaz de sacarla de la cabeza en todo este tiempo. Releyéndola ahora me doy cuenta de que "violentamente imaginativo" se parece mucho a "genial", y "juiciosamente erudito" a "coherente".
Ocurre que, a diferencia de Chatwin al que llamaban "el nómada dorado", yo salgo francamente poco de mi casa; paso los días en internet, para bien o para mal, dando tumbos incoherentes. Me encuentro constantemente con las manos llenas de curiosidades (películas, textos, podcasts...) que se van a perder en el laberinto de webs que visito, fogonazos brillantes que comienzo a olvidar al hacer click en el siguiente enlace de la cadena.
Hay que ser pretencioso para pensar que os interesa lo que leo o escucho, pero llevo la cita de Thubron clavada dentro y me convenció de que a mis amigos les alegraría recibir ocasionalmente un enlace que no habían pedido a un disco que podría o no gustarles.
Ahora tengo a mi novia y a mi amiga M. abrumadas a recomendaciones, como el padre de Pahmuk(1) . Es una carga que les transmito egoístamente, sólo por sacármela de encima, aunque sé que ellas tienen que trabajar y vivir y no pueden seguir mi ritmo. Así que hemos decidido, M. y yo, comenzar un boletín de recomendaciones, con la esperanza de quedarnos sin material sobre el que escribir, de que me pueda la presión de las entregas semanales y se corte mi síndrome de Diógenes de ideas ajenas y deje de fascinarme todo siempre.
Se llamará "I wanna be your Maria Popova", y si os apuntáis aquí lo recibiréis en vuestro correo cada domingo. Yo voy a escribirlo porque no puedo dejar de hacerlo, pero no tengo claro si os lo recomiendo.

(1) Orhan Pahmuk -o su traductor, en cualquier caso- escribe en "Estambul, ciudad y recuerdos" que su padre "era un hombre abrumado de dones". Es otra frase a la que llevo años dando vueltas.

jueves, 22 de enero de 2015

Táctica

Mauro Scaloni, centrocampista fajador, estuvo en el Fabril durante nueve temporadas. No en el Dépor, donde su hermano pequeño fue convirtiéndose con el paso del tiempo en un histórico del club, sino en el filial. En 2006 el Fabril se proclamó campeón de su grupo de tercera división y Mauro aprovechó para retirarse del fútbol en alto, con 30 años y sin haber llegado a debutar.
Me gusta imaginarlo en un rincón sombrío del banquillo, recibiendo cada año una remesa nueva de juveniles, que habían crecido siendo los mejores jugadores de su barrio o de su pueblo y ahora se veían a un paso del primer equipo. Mal afeitado y en zapatillas, como un Tallón en la barra del bar. «¿Crees que sabes de fútbol, hijo? El fútbol soy yo. Ponme un cubata, que tengo mucho que explicarte».