martes, 21 de mayo de 2019

Patagonia. Día 5.

En Argentina no saben hacer café. Desayunamos de nuevo con los mexicanos ricos. Coincidir en este hotel ha sido un eclipse: ellos han bajado sus estándares porque son quince y tienen que ir agarraditos de la mano a todas partes, y nosotros hemos conseguido una oferta. Ellos también vuelan a Ushuaia, pero no vamos a volver a encontrarnos.
Nos sube al aeropuerto la misma taxista a la que espantamos ayer por la noche (no es casualidad, trabaja con el hotel). Un cuarto de hora aguantando su conversación nos convence de que no hicimos mal en escapar de ella.
  • Opina mucho de política: virulenta contra Macri, dice de Cristina que “hablan de corrupción... yo no sé nada de eso”.
  • Está en contra del aborto por plazos, y dice que "las feministas a veces se pasan".
  • Vende muy bien a su hijo menor, que trabaja en alguna ciudad y gana bien, vive solo y es soltero; habla menos, pero algo todavía, de la mayor. A la del medio la menciona una vez, y no le acierta la edad a la primera.
  • Su marido y ella se retiraron a Calafate hace seis años, después de haber criado a los hijos. Se compró el taxi en Calafate. Es el primer trabajo que ha tenido.
  • En general hace comentarios de taxista: tal o cual ciudad es muy insegura, la gasolina está cara, el país va mal de una forma indefinida.
  • Le comentamos que la excursión de kayak por el Perito Moreno nos ha parecido cara. Nos contesta “no sé, yo nunca he dado ese servicio”.
Al llegar a Ushuaia, el señor del rent-a-car nos dice, con voz y formas de locutor de radio, que tenemos que esperar una hora para poder recoger el coche. Tampoco vamos a poder hacer el check-in en el hotel hasta dentro de dos horas. Vacaciones.
Conducir en Ushuaia: muchos badenes, semáforos después de los cruces, un coche circulando por la avenida tiene que cederle a uno que entra desde una calle secundaria.
Abrimos desde dentro del coche la puerta de atrás del lado del conductor. No lo sabemos en el momento, pero ya no seremos capaces de volver a cerrarla, y durante los siguientes cuatro días dejaremos el coche siempre abierto.
Al bajarnos del coche nos cruzamos con un perro negro, y pasea con nosotros durante 40 minutos sin que podamos desprendernos de él. Le ponemos “Turba”. Ladra como un loco a los coches en un cruce en concreto.
Vemos un cruceiro gallego en una rotonda. La inscripción pone “Galicia brila neste fin da terra”. Es del 96, me pregunto si Fraga estuvo aquí.
Cabañas de los 90. Cenefas de flores. Estufas de gas. Tapetes bajo jarrones con flores secas. El nuevo testamento en la mesilla.
En contra de lo que habíamos previsto, no tiene lavadora, así que tendremos que repetir ropa.
Menos bucólico de lo que esperábamos (hay vecinos), pero encontramos ocas y un conejo delante de la puerta.
Vamos a los museos de la cárcel, pero sólo vemos dos de ellos (hay unos 6), porque nos quedamos sin tiempo (nos apagan luces a nuestro alrededor sin dirigirnos la palabra).
Museo marítimo:
  • Mucho más pequeño que el de la cárcel: solo son tres salas, en lo que antes eran las duchas y los retretes de un ala. Y aún así Noé está ahí 2h.
  • Maquetas hechas como hobby por un ingeniero civil, Miron Gonik.
  • Láminas explicativas y mapas escritos por el director del museo, el licenciado Carlos P. Vairo.
  • Paneles explicativos de los 90, láminas con marcas hechas a mano con rotulador, los mismos nombres (Gonik y Vairo) que se repiten una y otra vez. Tengo una sensación parecida al museo de las ballenas de Husavik: me parece modesto, artesanal, hecho por un par de personas entusiastas, como tratando muy esforzadamente de justificar su existencia.
  • Sorprendentemente, en una esquina encuentro láminas originales de Edward Wilson!
Museo del presidio:
  • Solo nos da tiempo a hacer la visita guiada. El guía declama. Juega con el ritmo y el fraseo para mayor efectismo. Repite frases para darles peso (“pizarra, arcilla, y agua... argamasa”). Anuncia sus movimientos (“voy a colocarme a su izquierda, bajo la planta de la cárcel”, “voy a descolgar esta fotografía, y la giraré de derecha a izquierda, para mostrársela más de cerca”), y gesticula con las manos como un mago (“si mi mano fuese la Isla de los Estados”)
  • La charla ensayada se hace demasiado larga. Muchas fechas, muy didáctica, pedante. Le gusta oírse. Mejora en el turno de preguntas: improvisa un monólogo en el que enlaza como un ilusionista el faro con el problema de la longitud, el escorbuto, y explica por qué los bucaneros se llaman así.
  • Le otorga capacidad reinsertiva a la cárcel, porque aprendían un oficio y cobraban un sueldo, y dice que cerrarla para acercar a los presos es una maniobra económica disfrazada de humanismo.
  • De entre los presos de la cárcel, del que más habla es del Petiso Orejudo. Hay una figura de cera, está en las postales que venden, y también pintado en un mural de la ciudad, en la oficina del Correo. Teniendo una historia de presos que habían sido disidentes políticos, o revolucionarios, nos llama la atención que se centren tanto en un psicópata.
  • Habla mucho también del faro de San Juan de Salvamento, en Isla de los Estados. Sale en una novela póstuma de Verne, que aquí tienen por mundialmente famosa.
Cenamos ñoquis con vegetales. El vino que hemos comprado no está bueno, pero queda bien para rehogar la cebolla. Tardamos dos horas en hacer la cena: la sartén y la olla son muy grandes, y los hornillos muy pequeños. Adri duerme mientras cocino y bebo vino blanco.

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