sábado, 23 de abril de 2011

El armario de mi habitación (I...)

Mi habitación en la casa de la aldea estaba amueblada de sobras y restos. Tengo la sensación de que crecí inesperadamente y la cuna se me quedó pequeña, y tuvieron que armarme una habitación infantil a toda prisa.
Me pusieron una cama de matrimonio que había venido de casa de mi tío, y con cinco años podía nadar dentro de ella durante horas sin llegar a los bordes, podría haberme echado a bucear bajo las mantas y nadie me hubiese encontrado nunca. También una estantería llena de patos de porcelana, postales de santos y un crucifijo roto de latón, y una mesilla con las escrituras de la casa en el cajón; pintaron las paredes de azul celeste, visteron la cama con un edredón del Depor, me colocaron sobre él coronando el pastel, y se quedaron satisfechos pese a que nada tenía sentido.
Lo único que no había venido de otra habitación era un armario de roble, enorme y oscuro, tan pesado que el día que lo trajeron a casa fueron necesarios cinco hombres para ponerlo en su sitio, y echó raíces y llevaba allí décadas, viendo sucederse en su habitación generaciones de mi familia hasta llegar a mí, y aún después resistiría el futuro de la humanidad desde la misma habitación.
Mi madre no me dejaba curiosear dentro del armario. Estaba lleno de mantas pesadas que acumulaban polvo año tras año, y de cosas sucias y trastos viejos, y de arañas y cucarachas, incluso es posible que alguna rata hubiese entrado en él haciendo un agujero en el tablón del fondo y ahora reinase en sus rincones oscuros. Un día mi prima me contó que mis tías se habían cortado una trenza cada una y las habían escondido dentro del armario, antes incluso de que mi madre naciese.
Misterio y suciedad, esas eran las sensaciones. No sé si tenía realmente miedo o jugaba a tenerlo, pero finalmente poco importaba: convivía con el armario tocándolo lo menos posible; si necesitaba coger algo de él, una camiseta vieja por ejemplo, abría la puerta cuanto podía para que entrasen bien a luz y el aire, agarraba la camiseta lo más rápido posible con la piel de gallina en el brazo, y cerraba bruscamente. En las noches de verano se oían crujidos y yo tenía la sensación de que era la madera del suelo rompiéndose bajo el peso del armario, de que podría caérseme encima y tragarme, de que podría abrir un agujero en el suelo por el que se volcaría la cama conmigo dentro. Se oían crujidos y yo pensaba en una rata mordiendo la madera hasta abrir un pasadizo por el que bajar al suelo y meterse en mi cama enorme cuyas fronteras desconocía. Misterio y suciedad.
Y ahora hemos vuelto a la casa después de años, a hablar cara a cara con nuestros recuerdos. Mi madre me puso en la mano un bote de limpiamuebles, un par de guantes de látex y un trapo hecho con una camiseta vieja y, con tan poca armadura, me mandó a enfrentarme contra él.
Saqué de los estantes todas las mantas, todas las sábanas y los edredones; y recuperé el vestido de novia y los zapatos de mi madrina, y los metí en una bolsa para devolvérselos; tiré mucha ropa de cuando era niño, y desmonté los cajones de sus raíles y los volqué sobre una sábana extendida en el suelo y los aparté a un lado, y después vacié también el enorme arcón que le sirve de fondo, que estaba lleno de ropa de cama y mantas.
El armario se quedó por fin vacío, la madera desnuda. ¿Habéis leído ese cuento de Quim Monzó? En el que acaba picando las paredes, tirando los tabiques, arrancándose la piel... Yo quería hacer algo así, no detenerme en la superficie. Desmonté las baldas, levanté el tablón que tapa el arcón y luego saqué el arcón entero. Incluso desarmé una puerta, lo habría partido con un hacha para pegarlo después de haber podido, lo habría quemado para moldearlo de nuevo con sus cenizas.
Pero sólo tenía el bote de limpiamuebles, los guantes de látex y la camiseta vieja, así que me conformé con limpiar lo mejor que pude: pasar el trapo húmedo bien por todas las esquinas, sacudir el polvo y el serrín y después ir a por una escoba y barrer el suelo.
Para cuando hube acabado estaba ya anocheciendo. Antes de irme vi el último rayo de sol reflejarse en el suelo bajo el armazón vacío del armario. Me sentí más o menos satisfecho. Tendré que conformarme con eso.

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