martes, 14 de julio de 2015

Variaciones en el guión

En verano, desde que abren las flores, nos pasa al menos una vez por fin de semana.
Siempre hay algún dominguero que, al pasar frente a mi casa por la carretera, frena el coche, lo arrima un poquito a nuestro muro y lo deja parado al ralentí. Es necesario tener un oído entrenado para separar el zumbido de fondo de un motor al ralentí del ruído normal de una carretera. Es como oír un jaguar en la selva, hay que detectar la ausencia de ruído alrededor. Por suerte, mi madre es implacable, después de tantos años. Cuando yo estoy todavía empezando a notar el cosquilleo en la nuca, y a preguntarme si no habra algo acechándome a mis espaldas, mi madre ya ha salido de la casa a vigilar.
De vez en cuando es alguien que está llamando por teléfono, o que quiere tirar algo en el cubo de basura, pero normalmente es un espabilado con unas tijeras en la mano, robándonos hortensias del cierre de la finca.
El sábado cayó la primera del año. Yo estaba con mi padre en el jardín, y ni aún así me había dado cuenta de que hubiese parado ningún coche (me lo tapaba, honestamente, una hortensia), hasta que vi a mi madre acercarse al muro de la carretera, saludando con los brazos abiertos como si acabase de aparecer la tía de Vitoria.
- ¡¡Hola!!
- ¡Hola! —le contestó la del coche, sorprendida, y le llevó un momento volver a hablar—. Ay, te cogí un par de flores...
- Ya veo, ya. A ver, dámelas entonces, que las meto en agua.
La señora después siguió hablando, porque las conversaciones en la vida real no paran en el punchline. Y a estas alturas ya sabemos lo que nos van a decir; son las mismas que le dan a mi padrino cuando pilla a alguien robándole higos, las mismas que le daban a mi tía Elena, que en paz descanse, por las naranjas. La señora siguió hablando y cumpliendo sin saberlo todos los puntos de un guión que tiene cientos de años, "qué más te da si solo es un par, mujer" y whatnot, hasta que, en un golpe genial de desfachatez, le preguntó a mi madre —en confianza, de amiga a amigasi no era cierto que las hortensias se dan solo con clavarlas en el suelo.
Que es una pregunta ambiciosa, hay que concedérselo: pretende a la vez desviar la atención, normalizar la situación, y dejar un regusto condescendiente. “Y los relojes estos que me habéis pillado robando, entonces, ¿vosotros reparáis o solo vendéis?”. Sensacional, la pirueta.
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Con estos antecedentes, cuando ayer paró otro coche delante de la casa nos acercamos los tres a la pared de la finca –los tres y el perro, de hecho- dispuestos, demontres, a la batalla.
Yo iba preparando sarcasmos que soltarle al conductor cuando lo pillásemos in fraganti. Mi padre iba a quedarse callado y severo. Mi madre tenía ganas de montarle un escándalo. El perro tenía una pelota y más que nada creo que quería saber si podía jugar con el señor del coche; aunque cabía la posibilidad de que le diese de repente por guardar la casa y rompiese a ladrar, mi perro es imprevisible.
El caso es que el señor del coche —lo había dejado, por cierto, clavado en mitad del carril, sin apartarlo al arcén, parando el tráfico de un final de domingo de playa— se bajó delante de nosotros, correteó por la cuneta unos quince metros, se metió hacia monte que tenemos al lado de la finca, y se puso a cagar entre dos pinos.
Nos pilló bastante desprevenidos, francamente. Nos quedamos los tres mirándolo atontados. El perro no, el perro fue a llevarle la pelota por si había suerte.

miércoles, 1 de julio de 2015

Fragmento de "Wild Ones", de Jon Mooallem

(Después de insistir durante semanas en Twitter para que la gente oyese mi capítulo favorito de 99% Invisible, with quite meager a result, se me ha ocurrido traducirlo y colgarlo aquí, simplemente por celebrar algo que me ha fascinado.
Está más parafraseado que propiamente traducido, y francamente suena mucho mejor en 99% Invisible: completo, en el inglés original, con música de fondo -que por cierto podéis oír también aquí-, y con una introducción de Roman Mars en la que se oye la pura fiebre de su entusiasmo. En todo caso, aquí lo dejo).

Sucede cada verano. Un grupo de pequeñas tortugas de espalda de diamante salen del agua cerca del aeropuerto JFK, en Nueva York, y comienzan a caminar hacia el Oeste.
Se dirigen a un banco de arena en el que les gusta desovar, y para hacerlo tienen que cruzar una de las pistas del aeropuerto, la 4L. A veces hay tantas tortugas cruzando al mismo tiempo que la torre de control tiene que retrasar vuelos.
A la prensa le encanta hacer reportajes sobre lo divertido que es ver un montón de aviones enormes frenado por un puñado de tortuguitas.
Con esta imagen en la cabeza, pensad en el Mar Caribe en 1492. Había entonces casi mil millones de tortugas marinas viviendo en él. Los marineros de Colón, anclados allí, se quejaban en sus diarios de que no podían dormir por el golpeteo constante de las conchas de tortuga contra el casco del barco.
Daos cuenta de cómo esta escena es la opuesta a la del JFK. No es una flota de aviones gigantes detenida por unas pequeñas tortugas, sino una flota gigante de tortugas bombardeando unos pocos barcos, relativamente pequeños.

Escribí un libro sobre animales salvajes y personas en América, y lo que pretendía al comenzarlo era enseñarle a mi hija especies en peligro de extinción, antes de que desapareciesen.
Como mucha gente, creo, notaba un regusto amargo. Hay partes preciosas del mundo muriéndose ahora mismo, a nuestro alrededor, y las generaciones futuras puede que ni se den cuenta. Para ellos será normal un mundo sin ballenas, o sin vegetación. Quería contrarrestar el olvido que va a acabar apoderándose de nosotros con el tiempo.
Este olvido tiene un nombre; los científicos lo llaman Síndrome del Paradigma Cambiante. Quiere decir que todos aceptamos como normal la versión del mundo que hemos heredado, y con los años nos damos cuenta de cómo desaparecen especies o se talan bosques; pero la siguiente generación, cuando llega, acepta como normal su versión reducida de la realidad.
Es difícil alejar el zoom y darnos cuenta de todos los cambios que van acumulándose a lo largo de las generaciones. Yo ni siquiera soy capaz de imaginar lo que sería un océano con mil millones de tortugas; el invierno pasado estuve en Hawaii, vi tres tortugas marinas, y me quedé alucinado, como si estuviese en el Edén.

No hace tanto tiempo, sin embargo, América era una especie de edén en el que el hombre podía verse rodeado y empequeñecido por animales salvajes, de una manera que ahora nos resulta casi inimaginable.
A finales del siglo XIX, los trenes tenían que parar en ocasiones durante 4 o 5 horas mientras manadas de búfalos cruzaban las vías. A veces una estampida chocaba contra los trenes y los hacía descarrilar. Un testigo describió una de estas escenas, en 1871 en Kansas:
“Los búfalos atacaron con irracionalidad y desesperación, cargando contra la locomotora y los vagones según los dirigía su locura ciega. Después de que sus trenes fuesen descarrilados dos veces en una semana, los conductores aprendieron a respetar las idiosincrasias del búfalo.”
El testigo era William Temple Hornaday, un zoólogo grandilocuente del Medio Oeste, con un bigote muy trabajado. Hornaday era Jefe de Taxidermia del Smithsonian, y viajaba por todo el globo cazando animales y disecándolos para el museo.
En la India, después de cazar un elefante, se montó en su cadáver y se tomó una cerveza Bass. En otra ocasión atrapó un orangután, le puso de nombre “Little Man” y se lo regaló a Andrew Carnegie como mascota.
Suena raro, pero para Hornaday matar a estos animales era un tipo de conservación. Creía que al embalsamarlos lo que hacía era preservar especímenes en peligro para las futuras generaciones, que no llegarían a conocerlos antes de que se extinguiesen. A través de la taxidermia los podría hacer inmortales.
En 1886, Hornaday se dio cuenta de que los americanos estaban matando tantos búfalos, y tan rápido, que las praderas se estaban quedando vacías; estimó que quedarían menos de 300 búfalos en libertad. Así que hizo lo que creía más lógico y más útil: fue a Montana a matar varias docenas de ellos.
Hornaday cazó 25 búfalos en Montana y construyó con los mejores especímenes un diorama en el museo. Los colocó agrupados en torno a una charca de mentira, con cara de pena.
Pero a partir de aquí su pensamiento evolucionó. Se dio cuenta de que su trabajo era embalsamar a los animales que América exterminaba, como el del director de funeraria. Pensó: "¿Qué pasaría si en lugar de esto tratásemos de mantenerlos vivos?"
Y así se convirtió en el primer conservacionista verdadero de América, en un activista, en una celebridad. América estaba matando toda clase de animales y Hornaday dio la cara por todos ellos, desde iconos como el grizzly a otras especies menos majestuosas, como las ardillas.
Solo había una animal en el continente que no le preocupaba. Parecía demasiado poderoso para ser derribado por hombrecillos con pistolas, y vivía en un ambiente frío y brutal que el ser humano nunca podría conquistar.
“El oso polar es el rey del Norte. No es muy probable que vaya a ser exterminado por los hombres”
Hornaday escribía esto en 1914. Entonces, nadie podía haber previsto un problema tan abstracto como el cambio climático.
Pero pensad en lo rápido que ha cambiado la reputación del oso polar, de asesino sangriento a víctima indefensa. Hace 200 años los exploradores árticos contaban historias de osos polares que saltaban dentro de sus barcos y los atacaban aunque les prendiesen fuego. Pero hace poco, cuando visité un pequeño pueblo canadiense que se hace llamar “la capital mundial del oso polar”, coincidí allí con Martha Stewart. Iba a grabar a los para su programa en el canal Hallmark.

El pueblo se llama Churchill, Manitoba, y está en las costas de la bahía de Hudson. Cada otoño, justo antes de que la bahía se congele, Churchill es ocupada por 900 osos polares, y por 10.000 turistas.
Los osos caminan habitualmente por el centro del pueblo. Les encanta pasar el rato en la escuela, sobre todo. Si la gente marca el número 675BEAR, una patrulla de Control de Osos llega y los espanta hacia la tundra. Los que se resisten son sedados y trasladados a un recinto cerca del aeropuerto.
Una vez que esta “cárcel de osos” se llena, los animales son dormidos de nuevo y llevados en helicóptero, uno por uno, a un área deshabitada al Norte del pueblo. Cuando esto sucede, montones de turistas se acercan a ver estos traslados de osos; yo mismo fui a uno.
Tenía algo de ceremonia. La manera en que los oficiales colocaban al oso sedado en el centro de la red; cómo le cruzaban las zarpas sobre el pecho, como a un tío borracho tras la cena de Acción de Gracias. Era muy cuidadoso, bello, confuso. Un par de turistas lloraron. Era lo opuesto a un sacrificio animal: un ritual para salvar al oso, para demostrar lo lejos que estamos dispuestos a llegar para no matarlo. Y Martha Stewart estaba allí, filmándolo todo.
Es francamente impresionante ver a un oso levantar el vuelo. Las alas del helicóptero comienzan a batir, las esquinas de la red se levantan, la masa peluda dentro de ella se contrae en forma de U, y de repente todo el paquete está volando hacia las nubes, con el oso girando levemente en el aire, como una bolsa de té.

Ya, ya lo sé; trasladar osos en helicóptero. Es raro, nadie se habría planteado que llegaríamos a esto. La forma en la que ayudamos a los animales se ha transformado en un tipo surrealista de performance artística: llevamos salamandras en migración a través de autopistas, monitorizamos poblaciones de conejos mediante drones...
En la Universidad de Cornell, los científicos encargados de criar halcones peregrinos llevaban sobre la cabeza un depósito al que llamaban “sombrero de cópula”, e hicieron que un pájaro llamado "Beer Can" se pasase la mayor parte de los 70 eyaculando en sus cabezas, varias veces al día.
Este es otro paradigma que cambia con el tiempo: lo lejos que estamos dispuestos a llegar. Cada generación plantea lo que a la anterior le hubiese parecido una lucha ridícula por una causa perdida, y luego llega la siguiente y va todavía un poco más allá.
Y así continúa la Humanidad, colocándose el sombrero de cópula una y otra vez.