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sábado, 15 de febrero de 2014

S. con su madre en el mar

La casa de mi abuela lleva doce años vacía, pero hemos vuelto y estamos felices. Yo lo estoy y mi padre también, aunque es su casa asumida; aquí tiene el río y un huerto y parece satisfecho, sorprendido incluso de no querer nada más.
En otoño del 82, cuando sus amigos se marchan a la Universidad, mi madre se queda sola en la aldea con el Bachillerato recién abandonado y sin manera de escapar de mi abuela; por no odiarla a ella, decide echarle la culpa a la casa. Es un álgebra mental para salir del paso, pero funciona tan bien que casi treinta años después sigue pensando lo mismo.
"Es una casa vieja", insiste, "lejos del pueblo y del mar. Deberíamos comprarnos un chalet en la playa". Pero la convencemos porque esto es razonable, y ahora que hemos vuelto los tres vamos a empezar de nuevo. Lo primero es abrir las ventanas; a mí me toca subir al segundo piso -el suelo de madera crujiendo bajo mis pies, el mismo tablón partido en el descansillo, la casa y yo acostumbrándonos de nuevo el uno al otro.
Desde la habitación de mis padres se oye a la vecina, al otro lado de la carretera, gritándole a sus perros. En realidad resulta difícil saber con quién habla; sus gritos son el eco de una conversación antigua con su difunta madre, que ha rebotado en las paredes vacías de la aldea antes de llegar a mí.
Revuelvo cosas aquí y allá, levantando un polvo denso que no es suciedad sino tiempo acumulado, ojeo una agenda del Colegio de Peritos del año 1985 y la vuelvo a dejar donde estaba, cojo un par de revistas viejas y encuentro bajo ellas una carpeta de cartón azul. Está llena de fotografías: S. con sus tíos, S. con su abuela, S. con su madre en el mar.
Una madre de veintiún años, que mira el mar con las manos en los bolsillos y su bebé apretado a la espalda. Ha salido por fin de su aldea, vive con su marido en un piso alquilado en un pueblo de la Costa da Morte y ve ante ella el mar abierto, calmado hasta la línea del horizonte.
En tres meses habrá dejado a su hijo enterrado en un cementerio al lado de ese mar, habrá guardado todas las fotos del bebé en una carpeta de cartón azul y estará de vuelta en la aldea con su madre.
Más de veinte años después, en esa misma casa donde el tiempo sedimenta entre las rendijas del suelo de madera, miro las fotos de mi madre y de S. Estoy sentado al lado de la butaca desde la que se cayó mi abuela al morir, que lleva rota desde entonces. Todos los relojes de la casa están parados y de fondo se oye una conversación de hace diez años.

sábado, 24 de marzo de 2012

El armario de mi habitación (... y II)

Fui vaciando los cajones del armario sobre una sábana vieja en el suelo: al cabo de un tiempo se acumulaban en ella varios cromos sueltos de la liga del 76, una colección de postales de mi tía C., el soporte roto de un crucifijo, algunos mecheros de propaganda y una gran cantidad de esa suciedad indefinida que se acumula en las casas viejas, que no es ni polvo ni serrín sino una mezcla de todo, es tiempo sedimentado, misterio y suciedad.
También las trenzas de pelo de mis tías, que estuve a punto de tirar pero acabó llevándose mi madrina para hacerse unas extensiones, cuando vino a por su vestido de novia. Y también, finalmente, un triángulo de cartón del tamaño de una cuartilla.
Tiene escritas con lápiz a lo largo de dos de sus lados las letras del alfabeto, y en el tercero los números del uno al diez; en el centro, las palabras "Sí" y "No" y en los vértices, "Cuerpo", "Mente" y "Espíritu".
Creo que es la ouija de mi bisabuelo.

La mesita de mi bisabuelo

A lo largo de las décadas, mi familia ha conservado muy pocos muebles viejos en la casa; apenas el armario de mi habitación, un tocador con espejo, una mesa auxiliar y una butaca con un brazo roto, que mis padres usan de galán de noche. Es algo de lo que mi madre habla a veces con bastante pena, porque recuerda muebles antiguos que mi abuela dejó pudrir o regaló a los gitanos, y los siente como trozos perdidos de su infancia.
La mesita, que tiene unos ochenta años, está todavía en buen estado, aunque le falta uno de los pies del trípode que la sostendría. Nunca supe cómo había acabado así, sólo la recuerdo coja y arrumbada en alguna esquina del garaje, y me acostumbré a ella hasta pensar que aquel era su sitio y aquella su naturaleza, ser un trozo cojo de otra época sin función en la actualidad.
Por eso me sorprendió encontrarme en el desván el pie que le faltaba y darme cuenta de que, después de todo, arreglarla era un asunto meramente práctico, sin melancolía e incluso bastante sencillo.
Me puse a la labor como si fuera un hombre de acción, armado de martillo y clavos y también de un bote de cola, porque no tenía claro qué debía utilizar. Resultó que la pata quedaba demasiado holgada, la solapa saliente del pie era más pequeña que la ranura con la que debía machihembrar. Me extrañó, pero no me paré a pensarlo: yo era un hombre con una misión y no me iba a dejar vencer, cuando todo lo que necesitaba era encontrar una cuña de madera para rellenar el hueco.
Buscándola por el garaje, me crucé con mi madre y le comenté de pasada que no podía parar, que estaba en una misión y que la pata de la mesita no encajaba. Me contestó que nunca lo había hecho, porque era la mesa de mi bisabuelo.
Y con esto —qué poco se necesita— me desvié de la misión, porque no entendía a qué se refería. Al preguntárselo, respondió sin mucha concreción que era "donde hacía sus espectáculos". Y tardó todavía un rato en contarme la historia del bisabuelo.
Le llamaban O Cochero porque era el chófer del rico del pueblo, un indiano que se había vuelto de Cuba y se había hecho un caserón al lado de la ría.
El hombre había hecho fortuna de médico, pero le apasionaban los fenómenos paranormales. Muy convenientemente, mi bisabuelo era capaz de hablar con los muertos. De vez en cuando, para impresionar a las visitas, el patrón le pedía que les preparase una demostración, y entonces subían los huéspedes al salón, donde él había colocado sobre la mesa un mantel que la cubría hasta el suelo, y encima de éste una especie de tabla de ouija, y algunos vasos con agua o velas.
Se sentaba a la mesa, haciendo que los participantes formasen un círculo alrededor; después empezaba el espectáculo, citaba a los muertos y estos le respondían y pasaba lo que se supone que tiene que pasar en estas circunstancias y poco a poco la situación iba haciéndose más intensa (imagino que pondría los ojos en blanco, gritaría, qué sé yo) hasta que, en el momento oportuno, le pegaba una pequeña patada a un pedal que se encontraba disimulado al lado de uno de los pies y entonces el tablero de la mesa vibraba, haciendo que el agua se vertiese o las velas temblasen, y los huéspedes se alejaban asustados.
Luego pasó el suficiente tiempo para que las cosas se estropeasen, se murió mi bisabuelo y el mecanismo del pedal se acabó soltando, dejando la pata suelta. A mi bisabuela le daba vergüenza contar esas historias de su difunto marido, y creo que su vergüenza percoló a través de mis abuelos y mi madre y fue lo que hizo que nadie en la familia se decidiese a arreglar la mesita. Sospecho incluso que alguien, tal vez mi abuela, se ocupó de desperdigar las piezas para que quedase por siempre coja.
Pero ahora sólo falta encontrar una cuña de madera que encaje bien en el hueco para rehabilitarla. Y la estoy buscando, que conste; o tal vez debería hacerla, cortarla con el hacha. Aunque me pregunto si el pedal no estará todavía en alguna esquina del desván.

sábado, 23 de abril de 2011

El armario de mi habitación (I...)

Mi habitación en la casa de la aldea estaba amueblada de sobras y restos. Tengo la sensación de que crecí inesperadamente y la cuna se me quedó pequeña, y tuvieron que armarme una habitación infantil a toda prisa.
Me pusieron una cama de matrimonio que había venido de casa de mi tío, y con cinco años podía nadar dentro de ella durante horas sin llegar a los bordes, podría haberme echado a bucear bajo las mantas y nadie me hubiese encontrado nunca. También una estantería llena de patos de porcelana, postales de santos y un crucifijo roto de latón, y una mesilla con las escrituras de la casa en el cajón; pintaron las paredes de azul celeste, visteron la cama con un edredón del Depor, me colocaron sobre él coronando el pastel, y se quedaron satisfechos pese a que nada tenía sentido.
Lo único que no había venido de otra habitación era un armario de roble, enorme y oscuro, tan pesado que el día que lo trajeron a casa fueron necesarios cinco hombres para ponerlo en su sitio, y echó raíces y llevaba allí décadas, viendo sucederse en su habitación generaciones de mi familia hasta llegar a mí, y aún después resistiría el futuro de la humanidad desde la misma habitación.
Mi madre no me dejaba curiosear dentro del armario. Estaba lleno de mantas pesadas que acumulaban polvo año tras año, y de cosas sucias y trastos viejos, y de arañas y cucarachas, incluso es posible que alguna rata hubiese entrado en él haciendo un agujero en el tablón del fondo y ahora reinase en sus rincones oscuros. Un día mi prima me contó que mis tías se habían cortado una trenza cada una y las habían escondido dentro del armario, antes incluso de que mi madre naciese.
Misterio y suciedad, esas eran las sensaciones. No sé si tenía realmente miedo o jugaba a tenerlo, pero finalmente poco importaba: convivía con el armario tocándolo lo menos posible; si necesitaba coger algo de él, una camiseta vieja por ejemplo, abría la puerta cuanto podía para que entrasen bien a luz y el aire, agarraba la camiseta lo más rápido posible con la piel de gallina en el brazo, y cerraba bruscamente. En las noches de verano se oían crujidos y yo tenía la sensación de que era la madera del suelo rompiéndose bajo el peso del armario, de que podría caérseme encima y tragarme, de que podría abrir un agujero en el suelo por el que se volcaría la cama conmigo dentro. Se oían crujidos y yo pensaba en una rata mordiendo la madera hasta abrir un pasadizo por el que bajar al suelo y meterse en mi cama enorme cuyas fronteras desconocía. Misterio y suciedad.
Y ahora hemos vuelto a la casa después de años, a hablar cara a cara con nuestros recuerdos. Mi madre me puso en la mano un bote de limpiamuebles, un par de guantes de látex y un trapo hecho con una camiseta vieja y, con tan poca armadura, me mandó a enfrentarme contra él.
Saqué de los estantes todas las mantas, todas las sábanas y los edredones; y recuperé el vestido de novia y los zapatos de mi madrina, y los metí en una bolsa para devolvérselos; tiré mucha ropa de cuando era niño, y desmonté los cajones de sus raíles y los volqué sobre una sábana extendida en el suelo y los aparté a un lado, y después vacié también el enorme arcón que le sirve de fondo, que estaba lleno de ropa de cama y mantas.
El armario se quedó por fin vacío, la madera desnuda. ¿Habéis leído ese cuento de Quim Monzó? En el que acaba picando las paredes, tirando los tabiques, arrancándose la piel... Yo quería hacer algo así, no detenerme en la superficie. Desmonté las baldas, levanté el tablón que tapa el arcón y luego saqué el arcón entero. Incluso desarmé una puerta, lo habría partido con un hacha para pegarlo después de haber podido, lo habría quemado para moldearlo de nuevo con sus cenizas.
Pero sólo tenía el bote de limpiamuebles, los guantes de látex y la camiseta vieja, así que me conformé con limpiar lo mejor que pude: pasar el trapo húmedo bien por todas las esquinas, sacudir el polvo y el serrín y después ir a por una escoba y barrer el suelo.
Para cuando hube acabado estaba ya anocheciendo. Antes de irme vi el último rayo de sol reflejarse en el suelo bajo el armazón vacío del armario. Me sentí más o menos satisfecho. Tendré que conformarme con eso.