viernes, 17 de mayo de 2019

Patagonia. Día 2.

Salimos a caminar sin marcarnos un objetivo claro, sospecho que porque yo no creo que vaya a ser capaz de llegar a la Laguna de los tres. Puede que solo lleguemos a la Laguna Capri (km. 4), o al Mirador del FitzRoy (km. 4); planeamos dar la vuelta a las dos, para que nos dé tiempo a volver con luz.
Día soleado, espectacular para las fotos, aunque el FitzRoy no despega las nieblas. Por otra parte, voy sudando antes de llegar al mirador del Río de las Vueltas (km. 0,7), y tengo que pararme cinco minutos a coger aire.
Cuando nos dimos cuenta de que el viaje a la Patagonia coincidiría en otoño nos preocupamos por el posible frío, pero lo que nos sorprende ahora son los tonos rojizos del bosque de lengas. Atravesamos los campamentos de Laguna Capri y Poincenot (km. 8), y seguimos avanzando.
Adri dice que los bosques son como los de los árboles grandes que hablan, y las zonas escarpadas al lado del camino como lo de los caballeros sin cabeza. Le gusta ser vaga en sus referencias y dejar que yo las descifre, pero me paso de largo y pierdo tres minutos intentando recordar el nombre de Sleepy Hollow.
Despues de caminar 9 kilómetros, a eso de la una y media emprendemos la subida final a la Laguna de los tres sin ni siquiera parar a coger aire en el merendero que hay al pie. Adri marcha a buen ritmo por delante, y yo he llegado tan lejos con respecto a lo que anticipaba, que asumo que acabaré llegando al final.
A los doscientos metros, sin embargo, me doy cuenta, de manera repentina, de que no puedo más. Paramos a comer en un mirador desde el que vemos el camino que hemos recorrido.
Al terminar tenemos el cuerpo frío, y echando cuentas nos convencemos de que no nos dará tiempo a volver con día si completamos la subida, y en general acordamos que se nos han pasado a ambos las ganas de seguir.
Adri se da la vuelta para mirar hacia el pico cada dos o tres minutos. No es el cansancio —ella no va tan cansada como yo—, sino la melancolía por estar emprendiendo el camino de vuelta desde un sitio al que no llegaremos nunca.
Al llegar de nuevo al pueblo caminamos todavía un rato más, porque Adri pretende buscar la estación para reservar un autobús para mañana; yo protesto y pataleo como un niño pequeño hasta que Adri se resigna a volver al apartamento sin los billetes.
Notas sueltas sobre el Chaltén:
  • Barrio en cuadrícula con edificios oficiales y casas tipo suburb americano.
  • Zona nueva en ampliación, pero desordenada: respetan la cuadrícula, pero cada casa es como puede el dueño: chalets alpinos con tejados exageradamente agudos, junto con chabolas, casas de ladrillo sin rematar, de chapa, a hormigón sin pintar, con el aislante por fuera. Especulamos con que sea por un sentimiento de independencia y egoismo a la estadounidense —exagerado por la crisis económica y el aislamiento del pueblo—, o tal vez la despreocupación de montañeros medio hippies por los bienes materiales. No tenemos, en definitiva, ni idea.
  • No tiene tamaño suficiente para que haya Zara, pero hay una tienda North Face.
  • Rematadas o no, todas las casas son cámpings, hoteles u hospedajes. En muchas fincas hay aparcadas furgonetas que se anuncian como maxikioskos o puestos de choripán.
  • Docenas de perros sueltos.
  • Muchos militares.
Entre trekking y recados, hemos hemos caminado unos veinte kilómetros, así que en el apartamento no hacemos otra cosa que ducharnos, cenar, y echarnos en cama a ver la televisión. Hay dos smart TVs, una en el salón y otra en la habitación. En la que encendemos están guardadas las búsquedas en youtube que hicieron los anteriores huéspedes: vídeos de Alex Honnold y de Tommy Caldwell. Nosotros nos dormimos a las diez viendo twitter.

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