lunes, 30 de marzo de 2015

Estoy imaginando un piolet

Estoy imaginando un piolet. O mejor, un pico de minero. Estoy imaginando darme la vuelta en mi silla retro y sacar un pico de minero del bolsillo interior de mi americana de cuadros con coderas de 150 euros. O mejor directamente con la silla. Estoy imaginando agarrar este pupitre retro por sus patas metálicas cuidadosamente decapadas para que parezca que han ido envejeciendo a lo largo de cincuenta años de críos inocentes repasando cuadernillos Rubio sentados en ellas aunque para haber envejecido a este nivel tendrían que haber estado dando las clases a la intemperie, y pegarle con el respaldo un golpe a la pantalla del ordenador que lo mande volando al medio de la cafetería y los asuste a todos.
Oirán un golpe sordo por encima del jazz pop del hilo musical y levantarán de sus propias pantallas los ojos enfundados en gafas de pasta, y verán un portátil estrellándose contra el suelo vintage de baldosas cerámicas, y a mí detrás a punto de caer, corriendo de bruces como un dinosaurio, tropezando contra las sillas y arrancando cables de los enchufes. Me verán —pero ninguno será tan rápido como para impedírmelo— agarrar el portátil por la pantalla con una mano y lanzarlo desquiciado contra el ventanal del fondo, justo antes de que la inercia se imponga y me caiga por fin, y alguien se me eche encima porque he perdido la cabeza, y mi novia decida dejarme y se me lleve la policía, liberado de una vez por todas de la tontería esta de escribir. Como cuando tuve que bajar de un parque eólico corriendo campo a través para llegar al coche antes de que se hiciese de noche, y bajé saltando entre matorrales, cada vez más rápido y sin tener ni idea de cómo iba a frenar, dejándome llevar, hasta que pisé sin fuerzas y caí con la cara primero, con una gran sonrisa contra el suelo. Como cuando era pequeño y el mar me estrellaba contra la arena y me volteaba; y yo nunca he dado volteretas porque nunca supe lanzarme, igual que nunca he sido capaz de bailar, pero las olas me rompían encima y yo me dejaba llevar contra la arena y acababa en el suelo, tosiendo y feliz.

sábado, 14 de marzo de 2015

Panenka

No se veía con fuerzas de frenar, así que se dejó llevar hasta la portería por la inercia de la carrerilla.
El portero pensó con fastidio que venía corriendo a buscar la pelota, como si no le llegase con el empate y aún pretendiese acabar de remontarles el partido en lo que quedaba del descuento. Se la escondió a la espalda con resignación y lo recibió buscándole la frente con su frente, gritándole que se dejase de ansias, y que tenía los huevos pelados y que eso no se le hacía a nadie. 
Él aprovechó la cercanía para susurrarle al oído «Tranquilo, ya está hecho, ya pasó todo». El portero no entendió muy bien lo que oía pero soltó el balón para lanzarle una colleja tímida, por si acaso.
Él lo agarró antes de que botase y después se alejó de la portería, sin prestarle atención a la colleja ni a las palmadas en la espalda de sus compañeros; atravesó el centro del campo corriendo a buen ritmo, esquivó el abrazo de su propio portero, saltó las vallas de publicidad, y salió del estadio por el túnel de las ambulancias sin parar de correr, sujetando el balón bajo el brazo y peinándose con la mano libre.