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martes, 9 de febrero de 2016

Qué habrá sido de mi disco de Edgar Oliver

Texto publicado originalmente en gallego aquí, el 16/01/2015.

A finales de octubre de 2014 encontré en Barcelona una habitación pequeña, interior y barata, en un piso de principios de siglo lleno de libros de segunda mano y goteras y discos de jazz y basura en las esquinas, a compartir con una cantante de tangos argentina y una mexicana muy simpática que trabajaba por las noches y bebía vino por las mañanas, con ventiladores estropeados y una lavadora vieja en el salón como mesita de la tele. El piso me encantó desde el momento en el que entré por la puerta. Parecía un sitio donde ser pobre y feliz, como un Vila-Matas en París.
Les dejé pagada una fianza y me fui a Galicia un par de semanas. El día que volví, antes de que pudiese dejar las cajas de la mudanza en la habitación, mis flamantes compañeras de piso me explicaron que en ese tiempo habían decidido volverse a sus respectivos países antes de final de año, y que me devolverían la fianza si quería irme y buscar piso en otra parte.
Y posiblemente debería haberlo hecho, pero en un arrebato bohemio y optimista me imaginé bebiendo vino blanco barato en copas rotas y comiendo tamales con un sol de noviembre en la cara, mientras la argentina ensayaba "Nostalgia" en el salón, y decidí quedarme a disfrutar de la vida.
Metí las cajas de la mudanza en mi cuarto y ni siquiera me preocupé de desempaquetarlas, porque me sentía decadente; encendí el ordenador, me conecté a la wifi del piso y celebré que ya había acabado la mudanza contribuyendo improvisadamente a la campaña de Indiegogo del disco nuevo de Edgar Oliver, como un Ephrussi en canotier.
Después cerré la puerta de la habitación y basicamente no salí en todo el mes, porque más allá de los arrebatos momentáneos soy tirando a gris, y no hay cantante de tangos que me haga cenar viendo el Intermedio.
Tampoco fue todo tan pedestre como suena, mind you: cierto es que no bebí absenta ni vino blanco en copas rotas, pero las chicas querían vender todos sus muebles antes de marcharse, así que estuve dos semanas sin mesa en el salón, y cinco o seis días sin microondas, comiendo pasta fría sobre la lavadora vieja como un escritor en Ménilmontant.
El doce de diciembre salí del piso sin haber  comido ni un solo tamal, con las mismas cajas de cartón que un mes antes y dos detalles más, que recuperé de la basura por salvar algo del espíritu bohemio con el que me había mudado: una botella del mejor alcohol del piso, y uno de los libros de segunda mano.
A falta de absenta la botella tuvo que ser de cava brut, que nunca me ha gustado; en cuanto al libro, una novelita de Ben Elton de cuando pretendía ser joven y provocador, tenía una pinta francamente atroz. Acabé bastante satisfecho.
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Me acordé de repente del disco ayer a las tres de la mañana, después de dos meses sin prestarle atención a la página de Kickstarter ni al par o tres de correos que me habían ido mandando. 
Resultó que la campaña se había financiado exitosamente. Tenía derecho a que me mandasen un email con una copia digital del disco y una postal antigua de Coney Island firmada por Edgar, que posiblemente ya estuviese de camino. La dirección que les había dado, en los días de vino y rosas, era la del piso de la cantante de tangos.
Cuando lo leí en la web de la campaña me entró un pánico de madrugada; traté de buscar la fecha del envío y, al no encontrar nada, les escribí con creciente nerviosismo un correo confuso y con párrafos densos como la fraga de Eirís donde todas las noches el lobo saluda a la gente—, espesos como solo puede producir, con la combinación justa de sueño y nerviosismo, alguien que incluso en su mejor momento acaba hablando de absenta y lavadoras estropeadas cuando se había sentado inocentemente a escribir exclusivamente sobre una postal antigua; de alguna manera perdí el hilo a medio camino —os sorprenderá saber—, y se me olvidó mencionarles que me había mudado y que la dirección que ellos tenían no era la correcta.
Cuando me levanté hoy —a una hora, por cierto, francamente bohemia—, me esperaba en el buzón un email de la organizadora de la campaña. "Estimado Noé", me decía. "Sentimos mucho el retraso en el envío de su postal. Hoy mismo acabamos de reenviarla, y me alegra informarle de que hemos incluido adicionalmente una copia física del CD como muestra de buena voluntad".
Así que le he dado un disco de Edgar Oliver y una postal antigua de Coney Island a los nuevos inquilinos del piso, como regalo de bienvenida. Ya pueden merecerlo. Ya pueden ser escultores, o nobles austríacos venidos a menos.

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Como una moneda rodando cuesta abajo

Me desperté a las 8:30 —espantosamente tarde si pretendía llegar al trabajo a las nueve—, y la mañana ha seguido a partir de ahí como una carrilana rodando hacia el puerto en una carrera de las fiestas patronales de un pueblo pintoresco en agosto.
He decidido no desayunar y he valorado no ducharme, si he de ser sincero, pero al final por lavar la conciencia me he dado una ducha rápidísima de la que salí resbalando cuesta abajo y sin frenos por el pasillo a las 8:41.
A las 8:43 agarré unos pantalones con la mano que saqué por el cuello del polo mientras me colocaba un calcetín; al ponerlos caí en la cuenta de que tenían un agujero en el bolsillo, pero eran de repente las 8:48 y no tenía tiempo de cambiarlos.
Salí corriendo de la habitación a las 8:50, y volví a entrar diez segundos después porque me había dejado las llaves de casa, las del coche, la cartera, el reloj, el zapato izquierdo y las gafas.
Me lo metí todo apresuradamente en el bolsillo del pantalón, y también los cascos, que estaban enganchados al móvil y quedaron colgando por fuera. Iba a meter también el monedero, pero como eran demasiados bultos pensé que sería mejor vaciar directamente las monedas en el bolsillo, para que ocupasen menos.
El caso es que todas esas decisiones (poner el despertador, desayunar o no, ducharme...) son tan pequeñas que ni siquiera tengo el recuerdo de haberlas tomado; como esa lluvia fina que parece no estar cayéndote encima pero te acaba mojando igualmente.
Las cosas me fueron pasando por el sueño y la vagancia y la falta de tiempo, y yo mal que bien seguí corriendo hasta las 8:51, cuando un chaparrón de monedas de cinco y diez céntimos se coló por el agujero del bolsillo de mi pantalón y se me escurrió por la pierna, sin que hubiera ningún momento clave en el que todo se hubiese ido al traste, ninguna decisión consciente a la que echarle la culpa.
Acabé entrando en el trabajo pasadas las nueve y cuarto, atribulado y cojo como Ahab, pisando sobre dos euros y pico en moneda pequeña que llevaba metidos en el zapato y haciéndome preguntas muy serias sobre el sentido de mi vida.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Es que ni para ir a por el periódico

Entro en el ascensor y aprieto automáticamente el botón de la segunda planta. Me doy cuenta al momento de que me he equivocado, y marco también el de la quinta; todavía tengo que acostumbrarme al piso nuevo. Me miro en el espejo mientras subo. Me queda corto en las mangas, el jersey este; ha debido de encoger al lavarlo. Cuando el ascensor para, salgo de él empujando la puerta con el talón y me fijo en que además ha hecho bolitas en la espalda. Lo he estropeado, definitivamente; debería haberlo lavado a mano, o meterlo en una bolsa como hace A. con sus blusas. Trato de abrir la puerta, pero la llave no gira; parece mentira que aún no controle bien qué llave va en cada puerta. La siguiente que intento ni siquiera entra en la cerradura. Miro bien mis llaves. Miro bien la cerradura. Miro bien la puerta.
La puerta es de un color distinto al que recordaba.
En ese momento se pone en marcha un engranaje en mi cabeza. Pasa un segundo. Una rueda dentada gira lentamente y acaba cayendo en posición. Vuelvo corriendo al ascensor, pero he tardado demasiado tiempo y el mecanismo de bloqueo de la puerta ya no me deja entrar. Subo caminando tres pisos. Cuando llego al quinto, el ascensor está esperándome con la puerta abierta.

Versión en gallego aquí 


martes, 5 de mayo de 2015

La soledad del corredor de fondo

El otro día, en el aeropuerto, le eché una carrera a una chica por ver quién llegaba antes al Aerobús que baja a Barcelona. Una carrera tácita, quiero decir.
Cuando vuelvo desde Galicia trato de viajar siempre en el último vuelo del día, que sale de Coruña a las diez y llega al Prat a las doce menos cuarto. He adquirido la costumbre recientemente, por hacer más entretenido el viaje, de agobiarme mientras aterrizamos pensando que el último Aerobús se va a las doce y si no me doy prisa tendré que bajar en taxi.
En cuanto me veo fuera del avión cojo velocidad de crucero y empiezo a adelantar a todos los que desembarcaron antes que yo. Con eficacia, sin echar a correr ni montar escándalos.
Ellos pasean por la terminal bromeando o poniéndose abrigos o quitándoselos porque acaban de llegar a Barcelona; yo camino solo y concentrado, y conozco mejor el entorno: recorto esquinas, me meto por atajos, soy eficiente en los giros, soy rápido y despiadado.
Una vez recorrí toda la terminal en la dirección equivocada, también es cierto —los había dejado atrás a todos, estaba solo en el aeropuerto, iba impresionado por mi eficacia—, pero generalmente doy cuenta de ellos con facilidad, y después me marco nuevos objetivos; siempre hay en el horizonte pasajeros de otros vuelos que perseguir.
Cuando llego a la cola del autobús recuerdo de pronto que el servicio dura hasta la una y cuarto y no había ninguna puñetera necesidad de darse tanta prisa. Entonces noto el cansancio, el hormigueo en los gemelos, el sudor en la nuca. Mientras estoy atascado en la cola, mis presas se van colocando una a una a mi lado. Siguen bromeando, hablan del tiempo y llaman a sus familias para decirles que ya han llegado. Yo trato de recordar cómo se hacía lo de respirar.
Es un hobby como cualquier otro, supongo.
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Llevaba el otro día tres o cuatro minutos adelantando a buen ritmo a los demás pasajeros de mi avión cuando vi que me había surgido un rival. Una chica caminaba igual de rápido, y con la misma voracidad, a unos metros de distancia  Había dejado pasar a demasiada gente en el avión, me iba a costar recuperar la ventaja que me llevaba. Esforzándome por no romper a correr, apuré el paso.
Fui recortando distancias con ella a través de grupos de pasajeros ociosos mientras pasábamos por la zona de tiendas. Iba comiéndole terreno solo porque mis zancadas eran más largas, pero su trayectoria era impecable. Desde detrás, vi cómo acortaba la esquina del Desigual, por donde lo haría yo, e inmediatamente después se cruzaba delante de una marea de gente para arrimarse a la pared derecha del pasillo. Con frialdad, sin dudar, controlando las distancias.
En un pasillo sin salidas obvias a la vista, entre decenas de incautos que caminaban aborregados hacia el cartel luminoso del fondo, ella se preparaba para una curva a derechas. Eso solo podía significar una cosa: conocía el atajo.
Dejé de verla un momento, tapado por la gente que ella acababa de adelantar, y cuando conseguí rebasarlos ya se había esfumado del pasillo. Una demostración impresionante; se trataba de una rival de altura.
Me deslicé por el atajo yo también y conseguí alcanzarla en la zona de equipajes. Atravesé el control policial con ventaja, pero en la valla de separación que hay a la salida de las puertas me abrí demasiado, y ella aprovechó para trazar una curva cerrada y colocarse delante de mí.
Se me ocurrió por primera vez la posibilidad de que se hubiese dado cuenta. Después de todo iba adelantando a todo el mundo por pura eficacia, sin correr; siguiendo las mismas reglas arbitrarias que yo. Y ahora se había fijado en mí. La carrera de verdad acababa de comenzar.
Cruzamos la sala de espera felices en la competición, navegando a la par las riadas de viajeros, sorteando trolleys y familias que amenazaban con incluirnos en su abrazo.
La chica maniobró hacia la izquierda para esquivar a un guía y se encontró de frente con un monitor de llegadas que la frenó en seco. Yo me escabullí hacia la derecha y pasé de largo, y al dejarla atrás la perdí de vista
Justo antes de la rampa de bajada a la dársena de los autobuses quise dejarle pasar a una madre que empujaba un carrito de bebé, y la chica aprovechó la oportunidad para aparecer de la nada y cruzarse delante de mí. Intenté devolverle el adelantamiento mientras bajábamos, pero había colocado la maleta hacia su izquierda, maliciosamente, para cerrarme el paso.
Al salir de la rampa solo me quedaban quince metros para adelantarla antes de llegar a la fila del autobús; parecía casi imposible. Imaginé que ella iría regodeándose en su victoria y eso le haría cometer un error, igual que a mí antes. Me abrí a la derecha y aceleré, esperando que aflojase el paso. Llegué a colocarme en paralelo, pero ella estaba alerta y mantuvo el ritmo.
El final de la cola, nuestra línea de meta, se me estaba echando encima cada vez más rápido según se iba incorporando más gente. Iba un paso por detrás, mi gemelo izquierdo gritaba de dolor, y me estaba quedando sin margen.
En el último segundo no pude evitar perder la compostura y romper a correr. Me coloqué delante de ella en la cola con tres saltitos ridículos, impropios de la carrera que habíamos mantenido, y al llegar dejé caer mi bolsa de viaje al suelo como un corredor de maratón tras la línea de meta. Había vencido, aunque me pesase.
Mientras esperábamos a que la gente fuese entrando en el autobús, pensé en darme la vuelta y pedirle perdón; le debía al menos una sonrisa amable, un gesto de señorío en la victoria. En todo caso, debía asegurarme definitivamente de que ella también se había dado cuenta; pero tendría que esperar hasta más tarde, porque la cola iba avanzando y prácticamente me tocaba entrar en el autobús. Cuando me acababa de montar y estaba buscando la cartera para pagar, el conductor cerró la puerta justo detrás de mí, y no le dejó subirse a ella.
Creo que la chica tenía que saber por fuerza que estábamos echando una carrera, tácita y amistosa. Pero cabe la posibilidad de que, mientras el autobús se alejaba, se preguntase por qué el capullo que se le acababa de colar delante y la había dejado tirada en tierra se le quedaba encima mirando con ojillos de perro abandonado al otro lado de la puerta de cristal.

Versión en galego  aquí

viernes, 1 de mayo de 2015

Bit of a conundrum, here

Son las cuatro de la mañana y estoy en ese punto dulce de sueño en el que debería apagar el ordenador, dejarlo en la mesilla, y echarme a dormir. Pero entonces dejaría de oir la música, claro.
El problema es que me dejé la radio encendida, antes de coger el portátil y abrir Spotify. Y en la radio está Iker Jiménez hablando de las pruebas científicas de la existencia de la telequinesia.
Y ya me está molestando ahora mismo lo poco que oigo en las pausas entre canción y canción, acolchado el sonido por los auriculares, pero es que la posibilidad de tener que escucharlo a viva voz, por poco tiempo que sea, me cabrea hasta el punto de no dejarme dormir. Es un problema ridículo, estoy de acuerdo, un guisante bajo la almohada; pero a las cuatro de la mañana mi cerebro es como un rinoceronte en estampida, incapaz de girar. Puedo echarme horas debatiendo si salir de cama para beber un vaso de agua o ir al baño.
La única solución que se me ocurre, y no consigo escapar de ella, es levantarme cuidadosamente de la cama con el portátil en la mano, sin sacarme los cascos ni desenchufarlos para seguir oyendo música mientras camino, y apagar la radio sin sufrir las chorradas de Jiménez.
Antes de acostarme, antes incluso de encender la radio, fregué los platos de la cena, lo cual no es una labor de riesgo; pero una taza consiguió escapárseme de las manos, saltó hacia arriba y cayó describiendo una parábola preciosa hasta estrellarse contra el suelo.
Llegué a la habitación cabreado conmigo mismo, me distraje un momento y cuando me quise dar cuenta tenía el móvil en la mano y estaba mirando twitter, como Homer Simpson pegándole a un gato. Espantado, lo dejé caer sobre la mesita de noche, en concreto encima de las gafas; se deslizó sobre ellas y cayó por la parte de atrás de la mesa.
Al apartarla para recoger el móvil, la lámpara se vio sin ninguna mesa debajo y se precipitó al suelo, decidida, amenazando romperse ella también; pero yo la agarré en el aire —con una agilidad completamente impropia de mí, francamente—, y la volví a colocar sobre la mesa, de donde la tiré con el codo medio minuto después. 
Con estos antecedentes, comprenderéis que no me fíe de ser capaz de sujetar el portátil con una mano mientras sigo conectado a él a una distancia fija mediante los auriculares, dar tres pasos en la oscuridad y depués una vuelta sobre mí mismo para apagar la radio con la mano libre sin acabar enredado con el cable o tropezándome con la alfombra o tirando el ordenador por la ventana.
Me resulta imposible de imaginar, a estas horas de la mañana; así que aquí estoy, oyendo de fondo cuando para la música a Iker Jiménez hablar de gente que mueve objetos con la mente.

Versión en gallego aquí

sábado, 14 de febrero de 2015

El milagro de Stevenson en Lugo (II)

Viene del capítulo anterior

Fallamos, por supuesto. Ni siquiera merece la pena comentarlo; somos malos de narices. Atacamos cinco contra tres con veinte segundos para dejar madurar la jugada y acabamos haciendo un tiro plano de media distancia que rebota en el aro y se pierde por la línea de banda.
Nos vamos a la prórroga, igual que los del partido de Alabama, después de que Travis Smith meta dos de sus tiros libres, empatando el partido sin tiempo en el cronómetro y convirtiéndose en el héroe local por unos minutos. En la primera jugada de la prórroga comete su quinta falta y queda eliminado. 
Las personales se han ido acumulando a lo largo del partido y a estas alturas, los cuatro equipos estamos cargados de faltas; cada vez que suena el silbato cae otro jugador más. Poco después de Smith se marcha eliminado un compañero suyo, y el siguiente en irse es uno de los de Ribadeo. Con dos minutos de prórroga jugados, a los Chiefs se les acaban los suplentes; se quedan entonces igual de mal que nosotros, aguantando como pueden con los cinco últimos jugadores y temiendo un pitido del árbitro en cada jugada que los deje todavía más maltrechos. Los de Ribadeo, por su parte, tienen dos jugadores en cancha.
Nos vemos con tanto espacio alrededor que atacamos sin posición, sin orden ni sentido, como si nos estuviesen flotando a los cinco a la vez; nos botamos la pelota en los pies y hacemos malos pases. Aún así, vamos metiendo alguna canasta a trompicones, porque después de todo jugamos contra dos.
Cada vez que lo hacemos, uno de los de Ribadeo se coloca en la línea de fondo para sacar, molestado —aunque no mucho— por uno de los nuestros, mientras que el otro corre en zig-zag buscando un hueco, y todos los demás tratamos de defenderlo o de tapar la línea de pase, pero en general lo que hacemos es correr detras de él como una fila de patos siguiendo a su madre.
Encuentran el pase una y otra vez, y a partir de ahí el que saca ni siquiera sube al ataque; se queda en su campo mirando cómo su compañero, y los cuatro incompetente que lo seguimos, nos vamos acercando poco a poco a la canasta; un par de veces incluso se sienta en su propia bombilla. Después nosotros tropezamos o nos hacemos bloqueos ciegos a nosotros mismos o saltamos todos a la vez, cuatro defensores cayendo en la misma finta, plumas volando por todas partes; cuando nos damos cuenta, el de Ribadeo nos ha metido otro triple.
Mientras tanto, en el otro partido, ambos equipos tienen un número previsible de jugadores y esquemas razonables, así que se mantiene equilibrado. Cuando quedan menos de dos minutos para el final de la prórroga, los silbatos suenan tres veces más. Dos de ellas, apenas con dos segundos de diferencia, marcan la eliminación de dos Chiefs.
La tercera falta es en nuestro pabellón. Al triplista de Ribadeo se le escapa el balón, y se forma una montonera, durante la cual me pegan un manotazo; probablemente alguien de mi equipo, aunque solo sea por estadística. El árbitro para el partido y pita falta. Es mi quinta personal. Estoy eliminado.
A falta de 32 segundos por jugarse, North Jackson va tres puntos por detrás de Fort Payne, con dos jugadores menos en cancha y sin la posesión; la situación es desesperada. Pero tienen un destello de suerte, y un jugador de Fort Payne comete pasos, así que recuperan la pelota directamente.
Chad Cobb asume la responsabilidad de ataque; recibe del pívot, se levanta en carrera marcado por dos jugadores y lanza un triple desde muy lejos. El balón describe una parábola muy abierta y acaba entrando limpio.
El público que abarrota el pabellón se vuelve loco, las cheerleaders animan, el speaker grita emocionado "¡EMPATE A 67! ¡EMPATE A 67!" y Jad y Robert, y todos los oyentes de Radiolab detrás de ellos, se alegran de la gesta del equipo pequeño. Yo lo miro desde el banquillo, refunfuñando.
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En el mismo episodio de Radiolab en el que cuentan la histora de North Jackson emiten una entrevista a Malcolm Gladwell; posiblemente todo el programa sea una excusa para hablar con él. Gladwell está presentando un libro sobre David y Goliat, en el que defiende que no debemos dejarnos llevar por la dialéctica del underdog, que tenemos que tratar de mantener la lógica y apoyar al favorito.
Lo argumenta de maneras muy distintas, el tipo es brillante; dice por ejempo que el que está en desventaja teórica puede jugar con las normas: le permitimos a David que vaya armado, al Atlético que se dedique a defender durante 50 minutos en la final de la Champions League. Supongo que tiene razón, pero me pasé mi infancia sentado en el banquillo de un equipo malo, y hay cosas que no soy capaz de procesar.
El partido sigue empatado a falta de 15 segundos, cuando cae eliminado por faltas el antepenúltimo Chief. La prórroga se está acabando y un jugador de Fort Payne tiene dos tiros libres para poner a su equipo por delante. Respira hondo, flexiona las rodillas, centra su mirada en la trasera del aro. Falla el primero. Bota fuerte un par de veces cuando el árbitro le devuelve el balón y después lo agarra, recupera el tacto, recalibra la fuerza. Falla también el segundo. Uno de sus compañeros caza el rebote y mete canasta, pero los árbitros se la anulan por una falta anterior. La pelota es para los Chiefs. Un hormigueo de entusiasmo recorre el pabellón.
Otro de los razonamientos que hace Gladwell es que el favorito está obligado a ganar. Ni en el partido de Stevenson ni en el de Lugo hay ningún título en juego. Ganarlo no nos supondrá ninguna alegría; no hacerlo será un desastre.
Mientras todos animan al underdog, están ignorando nuestro drama. No entendemos nada, deberíamos estar ganando cómodamente y peleando por el basket-average. El partido se nos escapa sin que sepamos cómo evitarlo, estamos nadando contra corriente, tratando de mantener la cabeza alta y pateando desesperados bajo el agua.
Uno de los Chiefs se coloca en la línea de fondo para sacar, molestado —aunque no mucho— por un rival, mientras que el otro corre en zig-zag buscando un hueco, y los demás Wildcats tratan de defenderlo o de cortar la línea de pase, pero en general lo que hacen es correr detrás de él. Finalmente recibe, y acaba tirando un triple en carrera.
Falla, a diferencia del triplista de Ribadeo; pero su compañero ha cruzado la pista corriendo sin oposición y ha llegado al aro rival justo a tiempo para recoger el tiro de su compañero. Los Wildcats se dan cuenta y corren hacia él en desbandada. Hace una finta de tiro en la que caen cuatro defensores a la vez, plumas volando por todas partes.
Y después, en el último segundo de la prórroga, hace un tiro seguro a tabla y yo me tambaleo y caigo, notando el golpe de la piedra entre las cejas, y en ese momento, entre los aplausos de todo el pabellón, decido dejar el baloncesto.


Versión en gallego aquí

REFERENCIAS 
"2 on 5" de Thomas Lake

viernes, 13 de febrero de 2015

El milagro de Stevenson en Lugo (I)

El deporte, en realidad, no es tan interesante. Para hacer atractivo un partido cualquiera —explican Jad Abumrad y Robert Krulwich en un capítulo reciente de Radiolab— es necesario fabricar una historia alrededor. La más extendida y asimilable es la de señalar a uno como el claro favorito, el Goliat, y al otro como un David que parte en desventaja. Esto hará que la mayoría de los espectadores neutrales nos decantemos automaticamente por el que tiene menos posibilidades, y a partir de ahí estaremos interesados, sin querer.
Al final del episodio Jad y Robert narran un partido de baloncesto que se jugó en Stevenson, Alabama, el día de San Valentín de 1992.
No había ningún título en juego ni era un playoff, y ninguno de los dos equipos era particularmente bueno, ni siquiera para los estándares de su liga regional de instituto. Tampoco es un derby: Stevenson y Fort Payne, las sedes de los equipos, están a unos 70 kilómetros de distancia, más o menos la distancia entre Lugo y Ribadeo.
A ningún oyente de Radiolab le importa el partido (y a vosotros, me doy cuenta, tampoco), precisamente porque el deporte, la pura competición atlética entre dos partes, en realidad no es tan interesante.
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El encuentro se desarrolla por cauces perfectamente mediocres, como cabría esperar, salvo por la cantidad de faltas personales que ambos equipos van acumulando: al final de los 40 minutos sumarán 75, una cada 32 segundos. Se trata de una constante sucesión de faltas enlazada por breves momentos de juego, en los que por otra parte abundan las pérdidas de balón y los fallos. El marcador se mantiene muy bajo durante todo el partido, pero llega apretado al final.
Cuando queda aproximadamente medio minuto, el equipo local, los North Jackson Chiefs, pierden de tres; pero Travis Smith, su base, roba la pelota y anota fácilmente al contraataque. La diferencia se reduce a un punto.
En ese momento, Nacho pide tiempo muerto. Nosotros estamos empatados con Ribadeo, la última posesión es nuestra y a ellos solo les quedan tres jugadores en cancha. Podemos ganar nuestro primer partido de liga, en la última jornada.
Mientras nos aclara esto, se le va poniendo una sonrisa canchera que aún no entendemos. Podemos ganar,  nos explica, y volvernos a casa satisfechos por el día, o bien podemos dejar pasar la posesión.
Y a estas alturas posiblemente Bieito, que es la estrella del equipo, haya cogido a qué se refiere el entrenador. Pero Bieito está eliminado por faltas, como otros cuatro, así que la responsabilidad del partido cae sobre los cinco suplentes de fondo de banquillo que todavía podemos jugar, y nosotros miramos a Nacho como vacas al tren.
De esta manera —sigue explicándonos, paciente— tendremos diez minutos de prórroga por delante, contra tres jugadores; y no solo les ganaremos el partido, sino que podremos remontarles los seis puntos de basket-average que nos sacaron en la primera jornada, y que los han mantenido penúltimos de la liga hasta ahora, semana a semana, a lo largo de meses de derrotas en paralelo.
Está en juego, en definitiva, acabar la temporada sin ser el peor equipo de la provincia. No es un gran premio, pero lo tenemos en la mano. Nosotros decidimos. En esta pequeñaventana de tiempo, nosotros somos Goliat.
El árbitro nos llama a la pista antes de que le contestemos a Nacho, y a la salida del tiempo muerto los Fort Payne Wildcats plantean una jugada larga para gastar tiempo. Cuando han consumido practicamente su posesión, y quedan unos cinco segundos en el reloj de partido, los Chiefs cometen una falta ridícula, que los puede dejar a tres puntos y además provoca otra eliminación.
La situación es desesperada, pero el tirador de los Wildcats falla el segundo de sus tiros libres y abre una pequeña posibilidad. Los Chiefs atrapan el rebote y se lanzan a un contraataque alocado en los pocos segundos que quedan. Pero Travis Smith consigue llegar con la pelota a la línea de 6,25, armar el brazo a toda prisa y lanzar un triple sobre la bocina.
Lo falla, pero los árbitros pitan falta sobre el tiro, la número 75 del partido. Smith tiene tres tiros libres sin tiempo en el reloj para ganar el partido
Nosotros estamos confusos por lo emocionante que se acaba de poner el partido en Alabama, y porque no acabamos de asimilar completamente lo que nos ha dicho Nacho.
Probablemente por eso, estamos también convencidos, contra la opinión del entrenador y francamente contra el sentido común, de atacar deportivamente, de tratar solo de meter canasta y llevarnos la victoria.
Nos reunimos en un corro antes de sacar y de alguna manera todos caemos en la cuenta de que no vamos a gastar la posesión para arrastrar el partido innecesariamente a la prórroga. "Vamos a ganar", nos repetimos, "sin gilipolleces".
Somos los cinco suplentes habituales del equipo malo de Estudiantes, en cualquier categoría en la que estemos; llevamos años sentados en el mismo banquillo en el fondo de la clasificación, viendo perder a nuestros titulares y sabiendo que nosotros no podríamos hacerlo mejor. Tenemos sobrepeso, gafas, pluma, problemas de movilidad en las muñecas. Estamos ante la ocasión única de abusar del otro equipo, de ver sangre y lanzarnos al cuello con instinto asesino.
Pero en lugar de eso decidimos hacer lo correcto y enfrentar cara a cara a nuestros rivales, con romanticismo adolescente en la mirada.

Continuación aquí
Versión en gallego aquí

REFERENCIAS
"2 on 5" de Thomas Lake 
"On the winning side"

sábado, 4 de octubre de 2014

Detour (El desvío)

Viene del capítulo anterior

Mientras continuaba enfilado en dirección a Oviedo por la autovía, puente tras puente, me puse a recordar la visita que habíamos hecho a la obra un par de años antes. Habíamos comido en un restaurante al lado de mi casa, y yo me había ilusionado con la idea de encontrarme a mi tía, que les vendía el pan.
Después nos enseñaron la planta de prefabricados de hormigón y nos llevaron a la caseta, para que viésemos los planos del proyecto. Mencionaron que habían tenido que cambiar la salida original, que iba a ser simplemente un paso superior, eficiente y coordinado, para hacer sitio al enlace con un posible corredor a Viveiro. La salida les había quedado ridículamente enrevesada, pero se suponía que la obra se acabaría construyendo así que a todos nos pareció muy razonable. Ese era el clima.
Supongo que estoy obligado a explicar en algún momento por qué he dicho que despreciaba los corredores. Me pasa por salirme del camino principal, uno coge estos desvíos sin darles demasiada importancia, y luego acaba teniendo que rehacer sus pasos.
Lo cierto es que la idea que hay detrás de ellos sonaba muy bien en la década pasada: se hacía la plataforma para una autovía, con todos los pasos superiores y terraplenes necesarios, pero se construía solo una de las calzadas, que se usaba provisionalmente como carretera. Los corredores funcionan mal como carreteras, el diseño es distinto, pero en el momento se asumía que el resto de la autovía se acabaría por hacer.
Ahí está el problema, claro, en suponer que vas a construir una autovía entre Sarria y Monforte. Pero ese era el clima; en clase nos decían que las infraestructuras eran focos de crecimiento y creaban negocios por sí mismas, que los presupuestos se podían cuadrar teniendo en cuenta el futuro beneficio social.
Pero ahora, después de cinco años de recesión, el país parece no tener dinero ni siquiera para pagar el estado de bienestar, y el presupuesto de Fomento baja geométricamente año a año. Y después de haber gastado un montón de dinero, nos hemos quedado con carreteras diseñadas para ir a 120 km/h, cuando el máximo legal son 100; y sin rectas para adelantar, así que mucha suerte si te toca detrás de un camión. En fin, ya os lo había dicho, un desprecio personal.
Al ver la salida a lo lejos tomé aire y traté de mentalizarme. Traté de convencerme a mí mismo de que es peligroso formar una historia coherente con una llovizna de hechos inconexos que te caen cerca; que no hay de ser fatalista, y correlación no implica causalidad y no creo en las líneas zigzagueantes de causas y consecuencias.
Pero cuando salí de la autovía, tras un cuarto de hora conduciendo por ella en sentido equivocado y otros veinte minutos más yendo por carretera, y tuve que seguir todavía 800 metros más por una clotoide interminable construida únicamente por culpa de un puñetero corredor, para llegar a la rotonda en la que de una vez por todas conseguí dar la vuelta y ponerme en la dirección adecuada por primera vez en cuarenta minutos, cuando ya nada tenía sentido, solo para inmediatamente después tener que repetir el camino por la misma clotoide y por debajo de la autovía y tras un giro de 340 grados de nuevo por encima, como un parvulito aprendiendo a atarse los cordones de los tenis, lo comprendí todo, vi tan clara como lo había hecho McKie la línea de puntos que unía a los desempleados de Alabama que recibieron hipotecas subprime con los ingenieros que proyectaron el puñetero corredor de Viveiro, pasando por los hermanos Harry, Emanuel y Mayer Lehman, Angela Merkel y el BCE, todos tramando juntos la forma de crear un enorme huracán en la otra punta del mundo que costó millones de dólares y tardó décadas en producirse para hacer con él que una pequeña mariposa aletease un poco en el cruce de A Espiñeira y me jodiese la tarde.

Versión en gallego

REFERENCIAS
"Scott of the Antarctic: The lies that doomed his race to the Pole" de Robin McKie

sábado, 27 de septiembre de 2014

Detour (El desvío)

Viene del capítulo anterior

Mientras buscaba en la radio un aria de ópera con la que hacer mi entrada triunfal en la autovía, el carril de incorporación en el que iba se puso a girar sin previo aviso. De repente, sin que mediase provocación. Paró de hacerlo cuando me hubo colocado exactamente en el sentido contrario al que quería ir, y antes de que me diese cuenta me había escupido a traición en la autovía en dirección a Oviedo.
Esta vez me lo tomé algo mejor. Después de todo, ya estaba en la autovía, que era lo que quería. Todo lo que tenía que hacer era dar la vuelta en el siguiente paso superior, y tendría un rato más de autovía de propina.
Me gustan los pasos superiores, por cierto. Moderadamente, quiero decir; más allá del odio por los corredores en realidad no tengo grandes pasiones en cuanto a las infraestructuras lineales. Pero los pasos superiores están bien, son unidades de obra muy sencillas que resuelven un problema con el mínimo esfuerzo necesario. Antes de llegar al cruce hay un desvío a la derecha de cada calzada, que desemboca sendas rotondas simétricas; estas se enlazan mediante un puente sobre la autovía, y a través de cualquiera de ellas se desemboca en una incorporación a la izquierda de la calzada contraria. Cada parte del mecanismo encaja perfectamente con la anterior, se recorren sin esfuerzo; en realidad, es más complicado explicarlo que recorrerlo. Eficiencia y coordinación. Hay una cierta elegancia en esto.
Como en el artículo de McKie, se me ocurre. Cada pieza enlaza con una anterior, cada resultado con su causa, sin esfuerzo, con elegancia. El viaje acaba, claro, en una tienda de campaña en medio del mar de Ross, a una jornada de camino del depósito de provisiones más cercano. El capitán Scott y sus compañeros murieron en ella a principios de abril de 1912, después de una semana sin poder avanzar ni un metro por culpa de una tormenta.
Este es el final de su viaje, y es innegociable; pero antes de llegar a él, McKie razona que la tormenta no habría sido tan dura con ellos de no haber perdido mucho tiempo al principio del viaje de vuelta. Scott dejó anotada su preocupación por esta lentitud inicial, que él achacaba a la desilusión que habían sufrido al darse cuenta de que los habían batido los noruegos. A partir de aquí, McKie prosigue su camino en sentido inverso, y el siguiente paso lo lleva a tres años antes, cuando Scott y Amundsen preparaban sus expediciones en paralelo.
El primero intentaría la conquista del Polo Sur, que los ingleses veían como suya por derecho: habían provocado los avances más significativos, a través de una estirpe de marineros que partía de Cook y Ross y llegaba a Scott y Shackleton, y eran los que más se habían acercado al Polo. Habían descubierto el mar de Ross, una gran bahía navegable que acortaba cientos de kilómetros el viaje terrestre; la isla de Ross, que constituía el mejor abrigo para un campamento; y el glaciar Beardmore, la manera más practicable de ascender a la barrera de hielo desde la isla.
El Polo Sur les pertenecía, y estaban a punto de lograrlo. Los noruegos podían quedarse con el Ártico. Despues de todo, Nansen debería haberlo logrado catorce años antes.
Y yo debería haberme dado cuenta. Llevaba tres o cuatro minutos conduciendo por la autovía, e iba tan apretado como queráis bajo la manta caliente de la resignación, pero no podía sacudirme la idea de que tendría que haberme dado cuenta en Mondoñedo que la entrada a la autovía no iba a estar justo antes del final del tramo. Si no por sentido común, porque seguramente me habían explicado en la carrera cómo se hace la división en tramos de una obra lineal.
Entré en el puente de Villamar, y ahí fue donde caí. Las autovías se dividen en tramos para adjudicar su construcción. Todos tienen que costar aproximadamente lo mismo para resultar igual de atractivos para las constructoras, con lo que suelen tener una longitud similar. Salvo el tramo de la A-8 en el que acababa de entrar. Era el más corto de la autovía, menos de la mitad que los demás, pero lo habían diseñado así porque casi todo era en viaducto, así que costaba lo mismo. Incluso nos habían traído de visita de obra en la clase de Prefabricación.
Para esto me había servido Caminos, para darme cuenta en ese momento de que todo lo que me quedaba por delante en los siguientes diez kilómetros era un puente tras otro, cinco minutos más conduciendo en el sentido equivocado, sin ninguna posibilidad de dar la vuelta antes de volver al cruce de A Espiñeira.
Amundsen habría querido conquistar el Polo Norte. Noruega era una nación de marineros, nacidos a los pies del Círculo Polar, herederos de los vikingos; conquistar el Ártico era lo que tenía sentido. Además Fritjof Nansen, su mentor y amigo, ya había estado a punto en 1896. La intención de Amundsen era culminar su labor; incluso le había comprado su buque.
Pero en 1909, cuando estaba ultimando sus preparativos, dos exploradores estadounidenses declararon, por separado y con semanas de diferencia, que habían llegado al Polo Norte. Con el tiempo se demostró que ambos habían mentido, pero el ruido del debate hizo que Amundsen decidiese que no le esperaba ninguna gloria en el Ártico, y se dirigiese a la Antártida, a competir con Scott.
Y lo demás es historia. Llegó antes que los ingleses, y el golpe moral que les infligió hizo que un temporal se les echase encima, y acabaron muriendo todos. De esta manera acaba el camino de McKie. A mí no me convence su línea de causas y consecuencias, y supongo que habrá decenas de datos que ha obviado para presentar su versión del caso. Pero es elegante, claro. 
La culpa cambia de sentido, desde unos británicos tímidos y desafortunados que tiraban de sus trineos para no molestar a los perros, a dos tramposos americanos, demasiado concentrados en sus respectivos ombligos para entender la que habían armado.  
La magia del asunto es que al final se cumple con los tópicos. Me fascina la manera en que cualquier historia, un derbi deportivo por ejemplo, se llena de significados a base de añadirle una mitología externa.
Se empieza con el enfrentamiento entre Coppi y Bartali. Después empieza a caer una lluvia constante de pequeños detalles, que acaban por ganar coherencia. El primero salía con una mujer divorciada y el otro era un cristiano ferviente; uno había luchado en la guerra y al otro lo habían dispensado para que sirviese de arma propagandística a Mussolini. Al final, una etapa de una carrera ciclista cualquiera resume la lucha entre la Italia moderna después de la guerra y el régimen antiguo, y para los ingleses que quieran creerlo la muerte de Scott es culpa del individualismo americano.
Estos significados espurios se pegan a todo como una grasilla. Hay que tener cuidado. Puedes acabar coleccionando periódicos viejos porque te da pena tirarlos. Y si llevas parado mucho tiempo corres el riesgo de ir juntando todas las desgracias que te pasan cerca y escribiendo una historia con una coherencia interna perfecta que te convenza de que es ridículo intentar cualquier cosa. Es peligroso.

Continuación y final en el capítulo siguiente
Versión en gallego

REFERENCIAS
"Scott of the Antarctic: The lies that doomed his race to the Pole" de Robin McKie 

sábado, 20 de septiembre de 2014

Detour (El desvío)

Solo te tienes que distraer un segundo. Lo que dura un parpadeo a destiempo, un aleteo de mariposa. La carretera es así. Pierdes la concentración un momento y cuando te quieres dar cuenta te has saltado el desvío a la autovía y tienes que seguir por la nacional otros veinte minutos.
En el cruce de la Espiñeira me despisté por una Berlingo blanca que llevaba detrás y tardó demasiado en frenar y también porque en general tiendo a hacer cosas así, para ser franco. Me incorporé a la carretera hacia la derecha, en dirección a Lugo, en lugar de meterme en el otro sentido para coger la autovía.
Iba distraído, pensando en un artículo muy curioso que acababa de leer sobre la muerte del capitán Scott, pero no tengo excusa. He hecho ese camino cientos de veces. Me fastidió bastante, me parecía mentira haberme equivocado en algo tan obvio.
Traté de dar la vuelta, pero los apartaderos que fui encontrando eran demasiado pequeños o estaban en curva, o justo se me acababa de pegar un coche detrás o eran perfectamente válidos, en plena recta, con visibilidad y nadie detrás y el cielo azul con un arco iris señalándome el camino, pero para cuando me di cuenta de todo eso ya estaba pasando de largo.
Mi frustración aumentaba por momentos. Iba pegando frenazos y acelerones, preguntándome si podría dar la vuelta o meterme por alguna carretera secundaria que fuese a dar a la autovía… El caso es que iba a Lugo de todas formas, así que la nacional me servía perfectamente. Además, en aquel momento la autovía todavía no estaba completa, había un par de tramos cerrados, incluso aunque consiguiese meterme en ella tendría que salir en Mondoñedo, y prácticamente estaba llegando de todas formas.
Pero ya me había hecho a la idea, y no me la podía sacar de la cabeza. Iba en la dirección equivocada. Estaba tan cabreado conmigo mismo que apagué la radio. No es mucho, la verdad. En el momento me apetecía ponerme a gritar, pegarle a un saco de boxeo, apuñalar un pollo de goma con una polea. Pero si vas conduciendo te tienes que exasperar bajito, sin aspavientos y agarrando el volante a las nueve y cuarto; lo cual irónicamente es frustrante de por sí, aunque en el momento no te des cuenta. Con el tiempo, por suerte, se te acaba cayendo encima la resignación, como una manta pesada sobre la cabeza.
Abrigado por mi recién adquirida resignación seguí camino, y crucé Villamar sin que se me ocurriese dar la vuelta en la entrada de la casa de mi tía. Iba a cumplir mi condena. Me quedaban diez kilómetros hasta Mondoñedo, solo tenía que sentarme bien en el asiento, pensar en otra cosa, y seguir adelante.
Me falta información sobre Scott para saber si Robin McKie tiene razón. Escribo esto y me doy cuenta de que estoy metiéndome por otro desvío sin saber muy bien dónde acaba. Supongo que tiendo a hacer cosas así. Pero el artículo me resulta curioso: para defender a Scott, al que a menudo se acusa de incompetente, McKie dibuja una línea zigzagueante de causas y consecuencias que tarda varios años en producirse y atraviesa el globo de punta a punta. Me parece demasiado alambicada para creer en ella, pero me resulta divertida.
Iba pensando en esto cuando vi de refilón un cartel azul de desvío, justo al salir del puente de Vilanova. Estaba a punto de llegar al final del último tramo abierto, calculé mentalmente que me quedaría como mucho medio minuto de autovía antes de que me echase; y me había prometido dejarme de tonterías e ir por carretera. Pero decidí coger el desvío, de todas formas. Era una cuestión de orgullo.
Con una rapidez extraña en mí terminé de hacer mis cálculos mentales, puse el intermitente, me coloqué en el carril de la derecha, frené, reduje marcha, encendí la radio para ocupar la mano izquierda mientras hacía el juego de pies de frenar y embragar, y después reduje otra marcha. Me tomé un momento para apreciar la eficiencia y la coordinación de mis movimientos y para sentirme, en general, satisfecho conmigo mismo, y me dispuse a recorrer mis merecidos 400 metros de autovía non-fucking-chalantly, besando bebés y saludando por la ventana del coche como un Papa.

Continuación en el capítulo siguiente
Versión en gallego

REFERENCIAS