sábado, 27 de septiembre de 2014

Detour (El desvío)

Viene del capítulo anterior

Mientras buscaba en la radio un aria de ópera con la que hacer mi entrada triunfal en la autovía, el carril de incorporación en el que iba se puso a girar sin previo aviso. De repente, sin que mediase provocación. Paró de hacerlo cuando me hubo colocado exactamente en el sentido contrario al que quería ir, y antes de que me diese cuenta me había escupido a traición en la autovía en dirección a Oviedo.
Esta vez me lo tomé algo mejor. Después de todo, ya estaba en la autovía, que era lo que quería. Todo lo que tenía que hacer era dar la vuelta en el siguiente paso superior, y tendría un rato más de autovía de propina.
Me gustan los pasos superiores, por cierto. Moderadamente, quiero decir; más allá del odio por los corredores en realidad no tengo grandes pasiones en cuanto a las infraestructuras lineales. Pero los pasos superiores están bien, son unidades de obra muy sencillas que resuelven un problema con el mínimo esfuerzo necesario. Antes de llegar al cruce hay un desvío a la derecha de cada calzada, que desemboca sendas rotondas simétricas; estas se enlazan mediante un puente sobre la autovía, y a través de cualquiera de ellas se desemboca en una incorporación a la izquierda de la calzada contraria. Cada parte del mecanismo encaja perfectamente con la anterior, se recorren sin esfuerzo; en realidad, es más complicado explicarlo que recorrerlo. Eficiencia y coordinación. Hay una cierta elegancia en esto.
Como en el artículo de McKie, se me ocurre. Cada pieza enlaza con una anterior, cada resultado con su causa, sin esfuerzo, con elegancia. El viaje acaba, claro, en una tienda de campaña en medio del mar de Ross, a una jornada de camino del depósito de provisiones más cercano. El capitán Scott y sus compañeros murieron en ella a principios de abril de 1912, después de una semana sin poder avanzar ni un metro por culpa de una tormenta.
Este es el final de su viaje, y es innegociable; pero antes de llegar a él, McKie razona que la tormenta no habría sido tan dura con ellos de no haber perdido mucho tiempo al principio del viaje de vuelta. Scott dejó anotada su preocupación por esta lentitud inicial, que él achacaba a la desilusión que habían sufrido al darse cuenta de que los habían batido los noruegos. A partir de aquí, McKie prosigue su camino en sentido inverso, y el siguiente paso lo lleva a tres años antes, cuando Scott y Amundsen preparaban sus expediciones en paralelo.
El primero intentaría la conquista del Polo Sur, que los ingleses veían como suya por derecho: habían provocado los avances más significativos, a través de una estirpe de marineros que partía de Cook y Ross y llegaba a Scott y Shackleton, y eran los que más se habían acercado al Polo. Habían descubierto el mar de Ross, una gran bahía navegable que acortaba cientos de kilómetros el viaje terrestre; la isla de Ross, que constituía el mejor abrigo para un campamento; y el glaciar Beardmore, la manera más practicable de ascender a la barrera de hielo desde la isla.
El Polo Sur les pertenecía, y estaban a punto de lograrlo. Los noruegos podían quedarse con el Ártico. Despues de todo, Nansen debería haberlo logrado catorce años antes.
Y yo debería haberme dado cuenta. Llevaba tres o cuatro minutos conduciendo por la autovía, e iba tan apretado como queráis bajo la manta caliente de la resignación, pero no podía sacudirme la idea de que tendría que haberme dado cuenta en Mondoñedo que la entrada a la autovía no iba a estar justo antes del final del tramo. Si no por sentido común, porque seguramente me habían explicado en la carrera cómo se hace la división en tramos de una obra lineal.
Entré en el puente de Villamar, y ahí fue donde caí. Las autovías se dividen en tramos para adjudicar su construcción. Todos tienen que costar aproximadamente lo mismo para resultar igual de atractivos para las constructoras, con lo que suelen tener una longitud similar. Salvo el tramo de la A-8 en el que acababa de entrar. Era el más corto de la autovía, menos de la mitad que los demás, pero lo habían diseñado así porque casi todo era en viaducto, así que costaba lo mismo. Incluso nos habían traído de visita de obra en la clase de Prefabricación.
Para esto me había servido Caminos, para darme cuenta en ese momento de que todo lo que me quedaba por delante en los siguientes diez kilómetros era un puente tras otro, cinco minutos más conduciendo en el sentido equivocado, sin ninguna posibilidad de dar la vuelta antes de volver al cruce de A Espiñeira.
Amundsen habría querido conquistar el Polo Norte. Noruega era una nación de marineros, nacidos a los pies del Círculo Polar, herederos de los vikingos; conquistar el Ártico era lo que tenía sentido. Además Fritjof Nansen, su mentor y amigo, ya había estado a punto en 1896. La intención de Amundsen era culminar su labor; incluso le había comprado su buque.
Pero en 1909, cuando estaba ultimando sus preparativos, dos exploradores estadounidenses declararon, por separado y con semanas de diferencia, que habían llegado al Polo Norte. Con el tiempo se demostró que ambos habían mentido, pero el ruido del debate hizo que Amundsen decidiese que no le esperaba ninguna gloria en el Ártico, y se dirigiese a la Antártida, a competir con Scott.
Y lo demás es historia. Llegó antes que los ingleses, y el golpe moral que les infligió hizo que un temporal se les echase encima, y acabaron muriendo todos. De esta manera acaba el camino de McKie. A mí no me convence su línea de causas y consecuencias, y supongo que habrá decenas de datos que ha obviado para presentar su versión del caso. Pero es elegante, claro. 
La culpa cambia de sentido, desde unos británicos tímidos y desafortunados que tiraban de sus trineos para no molestar a los perros, a dos tramposos americanos, demasiado concentrados en sus respectivos ombligos para entender la que habían armado.  
La magia del asunto es que al final se cumple con los tópicos. Me fascina la manera en que cualquier historia, un derbi deportivo por ejemplo, se llena de significados a base de añadirle una mitología externa.
Se empieza con el enfrentamiento entre Coppi y Bartali. Después empieza a caer una lluvia constante de pequeños detalles, que acaban por ganar coherencia. El primero salía con una mujer divorciada y el otro era un cristiano ferviente; uno había luchado en la guerra y al otro lo habían dispensado para que sirviese de arma propagandística a Mussolini. Al final, una etapa de una carrera ciclista cualquiera resume la lucha entre la Italia moderna después de la guerra y el régimen antiguo, y para los ingleses que quieran creerlo la muerte de Scott es culpa del individualismo americano.
Estos significados espurios se pegan a todo como una grasilla. Hay que tener cuidado. Puedes acabar coleccionando periódicos viejos porque te da pena tirarlos. Y si llevas parado mucho tiempo corres el riesgo de ir juntando todas las desgracias que te pasan cerca y escribiendo una historia con una coherencia interna perfecta que te convenza de que es ridículo intentar cualquier cosa. Es peligroso.

Continuación y final en el capítulo siguiente
Versión en gallego

REFERENCIAS
"Scott of the Antarctic: The lies that doomed his race to the Pole" de Robin McKie 

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