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viernes, 15 de abril de 2011

Normas de mi padre para la vida

Creo que mi padre tenía una manera precisa de hablar cuando pretendía darme grandes consejos trascendentales, en mis años jóvenes y más vulnerables. Tengo en la memoria una imagen suya con la mirada fija y el ceño fruncido, agarrándome la mano o el hombro, llamándome condescendientemente con un diminutivo y hablando en frases cortas, con una sospechosa música épica sonando de fondo.
De esa forma, me legó cinco o seis normas que llevo guardadas desde pequeño como una herencia familiar y tengo siempre presentes aunque no esté del todo de acuerdo con ellas o ni siquiera las entienda. Una es: "Noeíño, non presumas da túa ignorancia". Otra, "Un home non chora si non lle morreu naide". Otra más, "Todo nada é".
Esta última por cierto es realmente una herencia, porque a él se la enseñó su padre, probablemente mirándolo severo y llamándole condescendientemente con un diminutivo; y es una frase muy rara para un labrador de Barreiros, extrañamente poética, pero con el tiempo me he acostumbrado a ella.
Funciona bien porque no quiere decir nada en concreto y se adapta a muchos casos: no me cuentes excusas, no llores si no te ha muerto nadie ni te apenes mucho con las derrotas del Dépor, no te alegres demasiado con las notas de los exámenes ni te cabrees con los políticos.
He hablado alguna vez de momentos siameses, que recuerdo unidos aunque que no se produjeron a la vez, y ahora que sólo existen en mi memoria ya sólo existen unidos. A., por ejemplo, me pregunta si conozco de algo a Tom Waits mientras me hace cosquillas en la oreja al colocarme días después un auricular para que escuche "All the world is green".
El caso es que al tiempo que esas tres grandes normas para la vida me es inevitable recordar también, exactamente a la vez, al mismo nivel y con igual reverencia, otras dos que mi padre cometió la imprudencia de darme  siguiendo la misma liturgia de la mirada fija, las frases cortas, la mano en el hombro.
Una de ellas es que al teléfono se habla sólo lo necesario, y en esta época de tarifas planas todavía siento un cosquilleo en el cuello cuando llevo más de cinco minutos de llamada; la otra, que el pan se corta en la mano y no contra la mesa.

jueves, 19 de febrero de 2009

El orgullo proletario

—Hoy me sentí proletario.
—¿Cómo...? ¿Cómo puedes cambiar tanto de tema?
—Me sentí proletario, sentí de repente un instante de orgullo obrero.
»No sé por qué, pero hay ciertos momentos de mi vida que recuerdo como si fuesen secuencias de una película, y que ni siquiera sé por qué los retuve en su momento pero ahora, cada vez que pienso en una etapa de mi vida, me vienen siempre a la cabeza, y no sé, siento como si las resumiesen o fuesen... representativas. Por ejemplo, para mí pensar en los dos años que pasé en la residencia me recuerda un día que estaba... bueno, iba a freír patatas o algo así, y estaba pelándolas, completamente... debruzado contra el cubo de la basura, y concentrado en que todas las mondas cayesen dentro, y mirando fijamente a la basura porque en la habitación también estaba Jose, y estaba tirado en la cama, y se estaba tirando a su novia. No estaba tirándosela, estaba liándose con ella, pero el caso es que yo me concentraba en el cubo y en las mondas porque al lado estaba Jose el ingeniero perfecto con su vida perfecta y práctica y sin problemas y su novia que era estúpida pero perfecta para lo que Jose la quería, porque lo único que le importaba era que estuviese buena... Y pasé como diez minutos así, te lo juro, no voy a ser tan exagerado de decirte que recuerdo exactamente qué era lo que había dentro del cubo, ni de decirte que me... veía a mí mismo desde fuera... Pero sí, estaba al lado de la ventana y la luz estaba encendida, y yo pensaba: "La gente me ve desde fuera, hay alguien que pasa por debajo de la habitación y me está viendo", casi arrodillado y muy concentrado en que las mondas cayesen dentro de la bolsa... Porque la bolsa estaba dentro del cubo, pero no rodeándolo, ¿comprendes?, no enganchada, así que estaba medio cerrada porque alguna parte del borde de la bolsa se había vencido hacia dentro, y para mi Rialta es aquello, aquel cubo de basura, los dos años que viví con Jose son aquello... ¿lo entiendes?
»Y hoy, limpiando el váter mientras Miguel tocaba el piano en su habitación, ¿sabes? pensé que por mucho que lleven toda la vida diciéndome que soy muy inteligente, por mucho que todas las películas me digan que tengo talento; y me lo dicen, porque los protagonistas de las películas son gente genial sólo porque el guionista le manda a alguien decir "cuánto talento tienes, qué inteligente eres", pero en realidad nunca demuestran nada, son sólo cáscaras vacías para que nosotros podamos sentir que somos mejores que ellos y por tanto también nosotros tenemos talento. Pero el talento de verdad es tocar el piano como lo toca... y no me refiero a que lo haga bien o mal, que no tengo ni idea, si no a que lo toca leyendo de un libreto que tiene la portada en cirilico, y es del conservatorio de Leningrado, o de Stalingrado... eso es el talento.
—¿Y lo de sentirse proletario?
—Y si lo piensas son momentos simétricos, son momentos en los que de repente me pego una hostia contra la genialidad genuina de alguien y me siento tan sobrepasado por lo bien que toca el piano Miguel o en el caso de Jose por su manera de vivir fácil y sin dudas y de tener la vida que se supone que todos queremos tener, que me doy cuenta de que la única manera de comportarse dignamente es eso, ser un proletario, un obrero, y dejarlo todo limpio y no molestar y tirar las mondas de las patatas dentro del cubo.
Te juro que hoy limpiando el váter me sentí estajanovista y sentí que el trabajo me dignificaba y me sentí orgulloso de hacer cosas con las manos, y me he tirado cerca de dos horas frotando como si estuviese trabajando la piedra, que es ridículo lo brillante que lo dejé, porque al fin y al cabo es el váter, pero estuve dos horas y habría seguido, habria pulido la piedra con el estropajo pero se me echó el tiempo encima y me tuve que venir corriendo para acá.

domingo, 23 de marzo de 2008

A. (... y II)

Lo otro que me viene a la cabeza no pasó en el mismo lugar ni al mismo tiempo, pero sí en un momento gemelo o siamés: un momento que llevo pegado al otro, destinado a ser revivido a la vez. Ocurrió bajo igual clima, en las mismas circunstancias: de nuevo ella y yo, Tom Waits y todo lo demás también.
Ella me sonrió y, sacándose el mp3 del bolso, dijo que tenía algo que enseñarme. Me colocó un auricular en la oreja derecha, rozando mi lóbulo con su dedo anular, y al apretar el botón de reproducción empezó a sonar “All the world is green”.
I felt into the ocean/ when you became my wife”, y estábamos muy cerca, ella con un auricular y yo con el otro, pegados para que no se nos cayeran, “you turn kings into beggars/ and beggars into kings…”, realmente cerca, mirándonos a los ojos, y la canción sonaba tan lenta y morosa.
Había leído en algún sitio que en los momentos cruciales, aquellos de los que depende una vida, siempre sonaban las lentas. Había leído que bailar es suspender el tiempo, y que suspender el tiempo es abolir la muerte, y sonreí pensando que los dos bailaríamos infinitamente al son de la canción. Luego pensé que reviviría durante toda mi vida aquel instante infinito, y me pregunté si sería normal estar ocupado en escribir “reviviré toda mi vida este instante infinito” en lugar de vivirlo sin más… Y su boca esperaba entreabierta, ávida, cerca, tan cerca.
Se terminó la canción, y comenzó otra, que no era lenta ni de lejos, y ella me dijo que esa canción también le gustaba mucho y yo pensé que era lógico, porque para eso era su mp3, y ella sonreía exactamente igual que antes y qué imbécil, pensé, qué grandísimo imbécil, ni siquiera se ha enterado.

A. (I...)

Era el descanso de alguna clase, estábamos esperando a que llegase el profesor para empezar. No recuerdo nada más: ni en qué aula estábamos, ni en qué pupitres… por lo que a mí respecta, éramos las dos únicas personas de todo el puñetero universo, estábamos buceando en el vacío espacio-temporal. Buceábamos juntos, eso sí, estábamos uno al lado del otro y hablábamos sabe dios por qué de las canciones que nuestros padres ponían en el coche para que nos quedásemos dormidos. 
Mis padres usaban a Dylan y a Joan Báez, a Silvio, a Víctor Jara y a Paco Ibáñez; siempre fueron muy de izquierdas. Pero cuando empecé a contárselo solo tuve tiempo de decir “A mí me ponían a Dylan” antes de que ella me interrumpiese, la cara iluminada en una sonrisa, diciéndome que a ella también, a ella también, y luego citase de carrerilla a Bruce Springsteen, a Leonard Cohen y a Tom Waits.
Y yo me di cuenta de que había muchas maneras de acabar cayendo en Dylan al final, pero eso era una reflexión que no venía mucho a cuento. El caso es que, como no quería perder la complicidad del momento, me agarré al último nombre que había mencionado y dije “¡Tom Waits!” aunque no había escuchado a Tom Waits en la vida y ella me dijo que me prestaría "Heartattack & Vine"; poco a poco fuimos saliendo a la superficie y solté todo el aire de los pulmones y ya no recuerdo claramente nada más, pero ese fue el momento en el que me empezó a gustar Tom Waits, sin haberle escuchado ni la primera canción.

sábado, 16 de febrero de 2008

Silla abandonada

Recuerdo una silla al fondo de un pasillo largo, su perfil recortándose a contraluz. Apenas nada. Talvez melancolía.
En la silla se sienta una chica pequeña, y en el suelo, a su lado, finalmente acaba sentándose un chico. En algún momento, y sin que él deje de mirarla siempre desde abajo, ella se levanta y se va. Apenas nada, ya os lo dije...