miércoles, 6 de mayo de 2015

Es que ni para ir a por el periódico

Entro en el ascensor y aprieto automáticamente el botón de la segunda planta. Me doy cuenta al momento de que me he equivocado, y marco también el de la quinta; todavía tengo que acostumbrarme al piso nuevo. Me miro en el espejo mientras subo. Me queda corto en las mangas, el jersey este; ha debido de encoger al lavarlo. Cuando el ascensor para, salgo de él empujando la puerta con el talón y me fijo en que además ha hecho bolitas en la espalda. Lo he estropeado, definitivamente; debería haberlo lavado a mano, o meterlo en una bolsa como hace A. con sus blusas. Trato de abrir la puerta, pero la llave no gira; parece mentira que aún no controle bien qué llave va en cada puerta. La siguiente que intento ni siquiera entra en la cerradura. Miro bien mis llaves. Miro bien la cerradura. Miro bien la puerta.
La puerta es de un color distinto al que recordaba.
En ese momento se pone en marcha un engranaje en mi cabeza. Pasa un segundo. Una rueda dentada gira lentamente y acaba cayendo en posición. Vuelvo corriendo al ascensor, pero he tardado demasiado tiempo y el mecanismo de bloqueo de la puerta ya no me deja entrar. Subo caminando tres pisos. Cuando llego al quinto, el ascensor está esperándome con la puerta abierta.

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martes, 5 de mayo de 2015

La soledad del corredor de fondo

El otro día, en el aeropuerto, le eché una carrera a una chica por ver quién llegaba antes al Aerobús que baja a Barcelona. Una carrera tácita, quiero decir.
Cuando vuelvo desde Galicia trato de viajar siempre en el último vuelo del día, que sale de Coruña a las diez y llega al Prat a las doce menos cuarto. He adquirido la costumbre recientemente, por hacer más entretenido el viaje, de agobiarme mientras aterrizamos pensando que el último Aerobús se va a las doce y si no me doy prisa tendré que bajar en taxi.
En cuanto me veo fuera del avión cojo velocidad de crucero y empiezo a adelantar a todos los que desembarcaron antes que yo. Con eficacia, sin echar a correr ni montar escándalos.
Ellos pasean por la terminal bromeando o poniéndose abrigos o quitándoselos porque acaban de llegar a Barcelona; yo camino solo y concentrado, y conozco mejor el entorno: recorto esquinas, me meto por atajos, soy eficiente en los giros, soy rápido y despiadado.
Una vez recorrí toda la terminal en la dirección equivocada, también es cierto —los había dejado atrás a todos, estaba solo en el aeropuerto, iba impresionado por mi eficacia—, pero generalmente doy cuenta de ellos con facilidad, y después me marco nuevos objetivos; siempre hay en el horizonte pasajeros de otros vuelos que perseguir.
Cuando llego a la cola del autobús recuerdo de pronto que el servicio dura hasta la una y cuarto y no había ninguna puñetera necesidad de darse tanta prisa. Entonces noto el cansancio, el hormigueo en los gemelos, el sudor en la nuca. Mientras estoy atascado en la cola, mis presas se van colocando una a una a mi lado. Siguen bromeando, hablan del tiempo y llaman a sus familias para decirles que ya han llegado. Yo trato de recordar cómo se hacía lo de respirar.
Es un hobby como cualquier otro, supongo.
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Llevaba el otro día tres o cuatro minutos adelantando a buen ritmo a los demás pasajeros de mi avión cuando vi que me había surgido un rival. Una chica caminaba igual de rápido, y con la misma voracidad, a unos metros de distancia  Había dejado pasar a demasiada gente en el avión, me iba a costar recuperar la ventaja que me llevaba. Esforzándome por no romper a correr, apuré el paso.
Fui recortando distancias con ella a través de grupos de pasajeros ociosos mientras pasábamos por la zona de tiendas. Iba comiéndole terreno solo porque mis zancadas eran más largas, pero su trayectoria era impecable. Desde detrás, vi cómo acortaba la esquina del Desigual, por donde lo haría yo, e inmediatamente después se cruzaba delante de una marea de gente para arrimarse a la pared derecha del pasillo. Con frialdad, sin dudar, controlando las distancias.
En un pasillo sin salidas obvias a la vista, entre decenas de incautos que caminaban aborregados hacia el cartel luminoso del fondo, ella se preparaba para una curva a derechas. Eso solo podía significar una cosa: conocía el atajo.
Dejé de verla un momento, tapado por la gente que ella acababa de adelantar, y cuando conseguí rebasarlos ya se había esfumado del pasillo. Una demostración impresionante; se trataba de una rival de altura.
Me deslicé por el atajo yo también y conseguí alcanzarla en la zona de equipajes. Atravesé el control policial con ventaja, pero en la valla de separación que hay a la salida de las puertas me abrí demasiado, y ella aprovechó para trazar una curva cerrada y colocarse delante de mí.
Se me ocurrió por primera vez la posibilidad de que se hubiese dado cuenta. Después de todo iba adelantando a todo el mundo por pura eficacia, sin correr; siguiendo las mismas reglas arbitrarias que yo. Y ahora se había fijado en mí. La carrera de verdad acababa de comenzar.
Cruzamos la sala de espera felices en la competición, navegando a la par las riadas de viajeros, sorteando trolleys y familias que amenazaban con incluirnos en su abrazo.
La chica maniobró hacia la izquierda para esquivar a un guía y se encontró de frente con un monitor de llegadas que la frenó en seco. Yo me escabullí hacia la derecha y pasé de largo, y al dejarla atrás la perdí de vista
Justo antes de la rampa de bajada a la dársena de los autobuses quise dejarle pasar a una madre que empujaba un carrito de bebé, y la chica aprovechó la oportunidad para aparecer de la nada y cruzarse delante de mí. Intenté devolverle el adelantamiento mientras bajábamos, pero había colocado la maleta hacia su izquierda, maliciosamente, para cerrarme el paso.
Al salir de la rampa solo me quedaban quince metros para adelantarla antes de llegar a la fila del autobús; parecía casi imposible. Imaginé que ella iría regodeándose en su victoria y eso le haría cometer un error, igual que a mí antes. Me abrí a la derecha y aceleré, esperando que aflojase el paso. Llegué a colocarme en paralelo, pero ella estaba alerta y mantuvo el ritmo.
El final de la cola, nuestra línea de meta, se me estaba echando encima cada vez más rápido según se iba incorporando más gente. Iba un paso por detrás, mi gemelo izquierdo gritaba de dolor, y me estaba quedando sin margen.
En el último segundo no pude evitar perder la compostura y romper a correr. Me coloqué delante de ella en la cola con tres saltitos ridículos, impropios de la carrera que habíamos mantenido, y al llegar dejé caer mi bolsa de viaje al suelo como un corredor de maratón tras la línea de meta. Había vencido, aunque me pesase.
Mientras esperábamos a que la gente fuese entrando en el autobús, pensé en darme la vuelta y pedirle perdón; le debía al menos una sonrisa amable, un gesto de señorío en la victoria. En todo caso, debía asegurarme definitivamente de que ella también se había dado cuenta; pero tendría que esperar hasta más tarde, porque la cola iba avanzando y prácticamente me tocaba entrar en el autobús. Cuando me acababa de montar y estaba buscando la cartera para pagar, el conductor cerró la puerta justo detrás de mí, y no le dejó subirse a ella.
Creo que la chica tenía que saber por fuerza que estábamos echando una carrera, tácita y amistosa. Pero cabe la posibilidad de que, mientras el autobús se alejaba, se preguntase por qué el capullo que se le acababa de colar delante y la había dejado tirada en tierra se le quedaba encima mirando con ojillos de perro abandonado al otro lado de la puerta de cristal.

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viernes, 1 de mayo de 2015

Bit of a conundrum, here

Son las cuatro de la mañana y estoy en ese punto dulce de sueño en el que debería apagar el ordenador, dejarlo en la mesilla, y echarme a dormir. Pero entonces dejaría de oir la música, claro.
El problema es que me dejé la radio encendida, antes de coger el portátil y abrir Spotify. Y en la radio está Iker Jiménez hablando de las pruebas científicas de la existencia de la telequinesia.
Y ya me está molestando ahora mismo lo poco que oigo en las pausas entre canción y canción, acolchado el sonido por los auriculares, pero es que la posibilidad de tener que escucharlo a viva voz, por poco tiempo que sea, me cabrea hasta el punto de no dejarme dormir. Es un problema ridículo, estoy de acuerdo, un guisante bajo la almohada; pero a las cuatro de la mañana mi cerebro es como un rinoceronte en estampida, incapaz de girar. Puedo echarme horas debatiendo si salir de cama para beber un vaso de agua o ir al baño.
La única solución que se me ocurre, y no consigo escapar de ella, es levantarme cuidadosamente de la cama con el portátil en la mano, sin sacarme los cascos ni desenchufarlos para seguir oyendo música mientras camino, y apagar la radio sin sufrir las chorradas de Jiménez.
Antes de acostarme, antes incluso de encender la radio, fregué los platos de la cena, lo cual no es una labor de riesgo; pero una taza consiguió escapárseme de las manos, saltó hacia arriba y cayó describiendo una parábola preciosa hasta estrellarse contra el suelo.
Llegué a la habitación cabreado conmigo mismo, me distraje un momento y cuando me quise dar cuenta tenía el móvil en la mano y estaba mirando twitter, como Homer Simpson pegándole a un gato. Espantado, lo dejé caer sobre la mesita de noche, en concreto encima de las gafas; se deslizó sobre ellas y cayó por la parte de atrás de la mesa.
Al apartarla para recoger el móvil, la lámpara se vio sin ninguna mesa debajo y se precipitó al suelo, decidida, amenazando romperse ella también; pero yo la agarré en el aire —con una agilidad completamente impropia de mí, francamente—, y la volví a colocar sobre la mesa, de donde la tiré con el codo medio minuto después. 
Con estos antecedentes, comprenderéis que no me fíe de ser capaz de sujetar el portátil con una mano mientras sigo conectado a él a una distancia fija mediante los auriculares, dar tres pasos en la oscuridad y depués una vuelta sobre mí mismo para apagar la radio con la mano libre sin acabar enredado con el cable o tropezándome con la alfombra o tirando el ordenador por la ventana.
Me resulta imposible de imaginar, a estas horas de la mañana; así que aquí estoy, oyendo de fondo cuando para la música a Iker Jiménez hablar de gente que mueve objetos con la mente.

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