Un chico de unos veinte años caminaba por la cuneta de una carretera de montaña estrecha y zigzagueante, haciéndole
gestos a todos los coches que pasaban para que parasen. Vestía una chaqueta de lana con capucha completamente inútil bajo la lluvia, tenía mechones rubios pegados sobre la frente, parecía un pájaro con las alas mojadas.
Un coche oscuro de cristales tintados
paró a unos metros de él, y poco después se abrió la puerta del copiloto, al
tiempo que un rayo cruzaba el cielo. El joven dudó un instante pero acabó por
subirse. Tras esto, el coche reanudó la marcha mientras el agua continuaba
cayendo pesada sobre la carretera.
- No llovía tanto…
- Ya, no se veía venir, ¿verdad?…
El joven dejó caer la chaqueta en el suelo del coche y miró a su interlocutor, un hombre
de unos treinta años de gesto serio, bien peinado. Llevaba las mangas de la
camisa cuidadosamente dobladas hacia arriba; se había desabrochado el botón
superior y aflojado la corbata. Agarraba
el volante con fuerza, con seguridad, y parecía muy concentrado en conducir: no
desviaba la vista de la carretera, ni siquiera lo miraba con el rabillo del
ojo. Componiendo un gesto de fastidio con la boca, el joven le dijo:
- Menos mal que llevas puesto Pearl
Jam; si no, me habría costado reconocerte…
- Ha pasado mucho tiempo.
- Quince años, casi. Has hecho bien
en volver, se te ha echado mucho de menos por aquí. Pero mírate: coche nuevo,
traje, gomina… Pareces un ejecutivo.
- Me lo exigen en el trabajo nuevo,
no es cosa mía. Es algo engorroso, pero me gusta el trabajo y me alegro de
poder vivir en casa y bajar al pueblo en un cuarto de hora, sin los atascos y los problemas de aparcamiento de la ciudad, que son… - en ese momento lo miró
directamente a los ojos, y dejó la frase sin terminar- Te veo todos los días.
Todas las mañanas al ir a trabajar, y otra vez por las noches, caminando por
esta carretera como si estuvieses esperándome, exactamente igual que aquel día.
- Sí, y pasas de largo…
- Pues claro; enciendo la
radio, intento distraerme con cualquier cosa y paso de largo. Dios, sí, ¿qué
quieres? Tú harías lo mismo. Pero hoy he tenido que parar, por la tormenta, la
lluvia…
- No, aquel día no llovía tanto.
Tras decir eso, el joven se quedó
callado mirando por la ventana. Al cabo de un tiempo el hombre apagó la radio y
le preguntó:
- ¿No vas a decir nada?
- ¿Qué quieres que te diga? No tenemos que hablar. Yo estoy aquí y tú me
llevas contigo.
- Aquel día tampoco hablabas… -el
hombre parecía estar pensando en voz alta-. Te subiste al coche, echaste el
petate en el asiento de atrás, y luego te callaste y me dejaste llevarte de vuelta a casa. Ni
siquiera me dijiste adónde tenías pensado ir…
- ¿Tener pensado? No tenía pensado
nada, qué iba a pensar, tenía veinte años… Quería irme, no sé, lejos. Tampoco
es que quisiera conscientemente escaparme de casa, sólo vivir un tiempo por ahí
a mi aire…
- Ya, pero ese día, caminando por
esta carretera bajo la lluvia, ¿hasta dónde esperabas llegar? ¿Por qué venías
por aquí?
-Yo qué sé, no sé, no importaba
demasiado. Me habría valido cualquier cosa: si alguien se hubiese parado y me
hubiese llevado al primer pueblo, o a la primera gasolinera, me habría bastado
para empezar. Pero el único coche que paró fue el de papá. Lo llevabas
tú, pero no importaba; y entonces lo vi claro, ¿lo comprendes? Yo no quería que me vieses y sabía
que tú tampoco querías verme, pero pasó porque tenía que pasar, porque era lo
único que podía pasar. La única puta opción era volver a casa, y así fue toda
la vida, y no tenía sentido decir nada, no sé, no tenía sentido intentarlo…
>> Y tenías que ser tú… No sabes cuánto
te odié en ese viaje, me fastidiaba que me estuvieras llevando como si el
hermano pequeño fuese yo, porque tú eras el responsable, el que se había sacado
el permiso de conducir con dieciséis añitos recién cumplidos; y además papá te
dejaba usar el coche mientras que yo tenía que ir por ahí haciendo autostop…
- Dios, pero yo no quería llevarte a
casa, no tenía ni idea de qué hacer. Y si me hubieras dicho: “llévame a la
ciudad”, o lo que fuera lo habría hecho, o “vente conmigo”. Pero simplemente te quedaste callado. Conduje a casa por pura costumbre, podría haber ido a otro sitio, sin ser consciente, como un autómata…
- Hey, está bien, no te disculpes, de
una u otra forma todo habría sucedido igual, no estoy aquí por eso.
El joven acercó su mano al hombro de
su hermano para palmearle en la espalda, pero éste, al darse cuenta, se apartó
gritando:
- ¿Y por qué estás, entonces? Dios, ¿por qué sigues aquí, dando vueltas? Me cruzo todos los días contigo
por el barrio, en cualquier sitio: ayer pasé por delante de la librería de la
señora Fletcher y allí te vi, reflejado en el escaparate. Te ví de refilón pero
eras tú, al otro lado de la calle, sonriendo como un niño y tomando carrerilla
para lanzarte contra el cristal, como el día que papá te echó de casa… Y ahora
te has metido en mi coche… ¡En mi coche! ¿Te das cuenta?... No te entiendo, no
sé qué haces aquí, ¿por qué me persigues?
- No te asustes, estoy... porque no puedo estar en
otro sitio, no me queda más remedio.
-
¿Pero qué significa eso, me lo quieres explicar? ¿Qué haces dentro de
mi coche, de este coche? ¿Por qué estoy hablando contigo?
El joven le contestó:
- Escucha, no tenemos por qué hablar de todo aquello si te vas a poner así, pero el caso es que estaba haciendo
autoestop porque tengo que ir a un sitio y tú has parado, deberías ayudarme...
- Jesús, esto ya no tiene ningún
sentido.
- ¿Tú te acuerdas de mi canario? No
creo, tú eras todavía muy pequeño y supongo que nunca te contaríamos la
historia, pero el caso es que cuando estaba en tercer grado mamá convenció a
papá para que me dejasen tener una mascota. Y me compraron un canario, lo
trajeron de la tienda metido en una jaula enorme, de esas que tienen forma de
carpa de circo. Era muy bonita, luego la vendimos un verano en el rastrillo de
la comunidad; pero el caso es que a mí me daba mucha pena el pájaro, tenerlo
encerrado y todo eso, así que cuando mamá no estaba le abría la portezuela y lo
dejaba volar por toda la habitación. A veces se posaba en el borde de tu cuna y
te cantaba desde allí.
Pero un día se marchó volando por una
ventana abierta, y yo lo seguí corriendo hasta el parque O'Donnell. Se quedó
allí, posado en una rama de un árbol, inmóvil, como esperándome. Yo trepé hasta
él, y lo cogí para traerlo de vuelta a casa. Recuerdo que lo agarré con las dos
manos, lo apretaba para que no se me escapase, y él trataba de aletear para
irse volando, pobrecito. No entiendo cómo fui capaz de bajarlo del árbol. Yo lo apretaba mucho porque además
estaba cabreado con él por intentar escapárseme y porque seguía insistiendo
todavía. Joder, pero no quería hacerle daño, no me daba cuenta de lo que estaba pasando…
- No me digas que lo mataste.
- Para cuando llegué a casa ya estaba
muerto. Mamá me vio nada más entrar por la puerta, con el pájaro estrangulado
en la mano, y no supe qué decirle. Me eché a llorar, no sé si por ella o por el
pájaro o por qué… Al final lo metí en una caja de zapatos y le pedí a mamá que
me llevase al parque, para enterrarlo bajo el árbol. Que tontería, ¿te das
cuenta?, fue un viaje de ida y vuelta…
El hombre vio por el espejo
retrovisor que en el asiento de atrás del coche se acababa de sentar un niño
pequeño, de unos ocho o nueve años, vestido con un uniforme escolar. Era
exactamente igual a su hermano en la foto del colegio que tenían en casa, sobre
la repisa de la chimenea.
El niño hacía pucheros y se limpiaba
los mocos con la manga de la chaqueta. Llevaba sobre su regazo una caja de
zapatos abierta, y finalmente sacó de ella una mancha amarilla informe,
gelatinosa.
- ¿Qué es eso?
- Es el pájaro. Es bastante raro, lo
sé, ya suponía que no te acordarías de él. Tú eras muy pequeño entonces…
- Dios, qué asco.
El niño jugueteaba con la gelatina
amarilla, pasándosela de una mano a la otra y pringándose los dedos. A veces la estrujaba con ambas manos, y
entonces algunos chorros salían disparados manchando la tapicería del coche y
también su uniforme.
- Mamá va a pasar por el parque
dentro de unos veinte minutos, y el niño tiene que estar allí. Pasa por allí
todos los jueves al volver de la reunión parroquial, y últimamente, desde que
le dijiste que aquel día había intentado escaparme de casa, se acuerda siempre
de lo del canario... no sé, supongo que es lógico si tienes en cuenta lo que
pasó después...
Así que lo tengo que llevar todas
las semanas, porque es pequeño y no puede andar solo por los sitios, claro, y
además el él... ¿sabes?, de pequeño era un trasto, me estoy dando cuenta
últimamente… Bueno, y la verdad es que necesito que nos lleves, he tenido que
esperarte aquí y se nos ha hecho tarde -el joven sonreía tímidamente a
su hermano al decirle esto.
El niño había abierto la ventana
trasera del automóvil, y se limpiaba la gelatina amarilla de los dedos con el
agua de la lluvia. Después sacó la cabeza para que el aire le diese en la cara.
- ¿Sabes? Creo que sí que me acuerdo
del canario… Recuerdo un pájaro que
se posaba en la mesilla del cuarto y cantaba, es una imagen que tengo
grabada desde pequeño; pero en casa no se habló nunca de él, así que supongo
que acabé pensando que había sido simplemente un sueño de beb...
En ese momento una sombra amarilla apareció
volando de frente al coche, y, sin que el hombre pudiera hacer nada por
evitarlo, se estampó contra el parabrisas con un sonoro golpe, dejando en el
cristal una enorme mancha roja.
- ¡¿Pero qué ha sido eso?! ¿Tú has
visto que nos tirasen una piedra o algo así?
-
No, me parece que te acabas de cargar al canario.
- ¡Dios! Pero… pero el cristal está
roto, ¡pero cómo es posible…!
- Sí, la verdad es que ha sido un buen golpe… -concedió su hermano-. Vas a tener que llevarlo al taller…
Luego encogió los hombros, y se dio
la vuelta en su asiento para acariciarle la cabeza al niño, que se había puesto
a llorar de nuevo, mirando al pajarillo, muerto del todo dentro de su caja. Le
pellizcó los mofletes y le hizo carantoñas. Fuera del coche la lluvia
continuaba cayendo fuerte, real y sin motivo, y en poco tiempo lavó la sangre
del parabrisas. En el cristal había quedado una marca circular, como
una telaraña.