sábado, 16 de febrero de 2008

Vila-Matas: Sesiones de diván

Hay algunas noches en las que las paredes de mi habitación en Rialta se me caen encima y tengo que escapar y acabo delante de la puerta de Lucía.
Y le pido, por favor, que me deje pasar. Prometo no hablarle de Joyce y no volver a frecuentar la Shakespeare & co., prometo sólo hablarle de mí, de un escritor canoso, cansado y con barba que, como Rimbaud, quería beber licores fuertes como metales fundidos. Prometo necesitarte y sí, una rosa es una rosa es una rosa, pero déjame entrar, por favor. 
Se hace a un lado y me deja hablar durante horas, pelearme y cansarme, y cortarme los dedos con el sedal, y sentirme, en definitiva, un viejo pescador con un gran pez. 
Voy notando que cada vez pesa menos, que cada vez tira menos; la lucha se amaina, y, mientras todavía contemplo su piel brillante, empiezo a comprender que dentro de mi gran pez no hay nada, que está vacío como las cosas sin sentido; gracias a Lucía, sin necesidad de un tiburón, comprendo que nunca existió y me vuelvo tranquilo a mi habitación, arrastrando no el esqueleto del pez que nunca hubo sino la piel, la brillante imagen de escritor torturado y asocial. 
Y me siento tan feliz y simple, la brisa del océano baña mi rostro y paso deseos de soltar mi carga, pero me entra el miedo, y temo que entonces no seré más que un estudiante solitario de Caminos en un bote en el Gulf Stream que hace 84 días que no recoge un solo pez.

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