sábado, 16 de febrero de 2008

Silla abandonada

Recuerdo una silla al fondo de un pasillo largo, su perfil recortándose a contraluz. Apenas nada. Talvez melancolía.
En la silla se sienta una chica pequeña, y en el suelo, a su lado, finalmente acaba sentándose un chico. En algún momento, y sin que él deje de mirarla siempre desde abajo, ella se levanta y se va. Apenas nada, ya os lo dije...

3 comentarios:

Noé dijo...

En otro sitio donde estaba colgada este texto, Andrea escribió que, cuando leía cosas como ésta, más que pensar en si le gustaban o no, intentaba imaginarse qué historia tenían detrás, de dónde habían salido. Por responder ese comentario, y porque siempre me había quedado la sensación de que debía contar la historia tal como fue sin eliminar detalles, en algún momento escribí el siguiente texto

Noé dijo...

Las sillas que nos ponían en los escritorios de las habitaciones en la residencia Rialta eran de madera, muy duras, parecían pupitres viejos. La gente solía llevarse a su habitación las de la sala de televisión porque estaban acolchadas y resultaban más cómodas. Esto obviamente estaba prohibido, pero las únicas personas que tenían permiso para entrar en nuestras habitaciones sin previo aviso eran las mujeres de la limpieza, y normalmente hacían la vista gorda en el tema.
Sin embargo, el último día antes de las vacaciones había una inspección final en la que hacían inventario, y entonces sí que tomaban nota si encontraban una de las sillas robadas, y cuando eso ocurría... bueno, no recuerdo, te mandaban una carta a casa, o algo así.
El caso es que la mañana en la que todos nos estábamos yendo de la residencia, a finales de junio, el pasillo apareció poblado de sillas, unas seis o siete, vacías sin padre ni dueño, y de las que nadie parecía responder. Por otra parte todos estábamos bastante atareados, haciendo nuestras maletas para irnos; aunque eso es una forma amable de decirlo, pues en realidad deshacíamos las habitaciones: desmontábamos pieza a pieza (póster a póster, libro a libro) nuestro último año de vida y lo empaquetábamos de mala manera, con la comida que nos había sobrado.
En una de esas sillas, en la que brotó justo delante de mi puerta (bajo los ventanales al final del pasillo, quién se habría molestado en ir a colocarla allí...) se sentó E., con un montón de maletas y bolsas alrededor, a esperar a que su padre viniese a buscarla. Y yo quería estar con ella, así que me senté a su lado, no en una silla (no sé por qué) si no en el mero suelo, haciéndome un hueco entre sus trastos.
Me recuerdo mirándola desde abajo, siempre desde abajo sin saber demasiado bien por qué, sin decir nada porque era demasiado tarde y porque el tiempo que habíamos compartido estaba metido en alguna maleta perdida.
Aunque pensándolo bien es posible que sí hablásemos, después de todo incluso soy capaz de mantener conversaciones dormido, aunque realmente nunca recuerdo lo que digo: es posible que, en la vigilia extraña en que estaba, le preguntase si sabía alguna nota nueva, o que ella me comentase sus planes para el verano o lo bien que se lo había pasado bien la noche anterior, en la que había salido de fiesta.
A veces, por desviar la vista de ella, me fijaba en todos los estudiantes que sacaban paquetes de sus habitaciones, y se cruzaban unos con otros atareados como termitas, y se saludaban con la complicidad de estar haciendo un esfuerzo común, destrozando y comiéndose aquel año, aquella historia. Entonces pensaba en que al otro lado de la marabunta en algún momento aparecería su padre, y ella empezaría a recoger sus cosas, y me iría diciendo mientras tanto adiós, y dos besos y todo se habría acabado.

Noé dijo...

Todo no era nada, éramos sólo dos figuras al fondo de un pasillo hablando de sabe Dios qué, pero aún así estábamos bien solos, allí, por mucho que yo estuviera sentado en el suelo tan bajo, sin creerme del todo lo que estaba pasando y con la amenaza latente sobre los hombros.
Como quiera que de todas formas tardó bastante en llegar, poco a poco la gente se fue marchando, hasta que llegó el momento en el que sólo estábamos ella, y yo (todavía en el suelo) y todas las sillas abandonadas.
Cuando por fin vino su padre no fue un duelo al sol, no apareció en la penumbra ninguna figura mefistofélica ni hubo siquiera elegantes lloviznas de esas que ocultan las lágrimas...
Todo fue muy normal, sin fuegos de artificio, simplemente un hombre común bajo y con bigote al que yo ni siquiera vi claramente, porque solamente anduvo hasta la mitad del pasillo antes de que ella lo reconociese, así que todavía estaba demasiado lejos para que yo le viese la cara (una figura en penumbra, una sombra). El caso es que ella se levantó y cogió sus cosas y se alejó, y yo hubiera tenido que levantarme también y ayudarla, y acercarme a él para saludarlo y de paso mirarlo detenidamente y decirle con el gesto severo que si realmente pensaba robármela como un ladrón con la cara tapada y aprovechándose de las sombras.
Aunque lo cierto es que nunca la había tenido, y ya hacía mucho tiempo que ni siquiera soñaba con ella, así que en lugar de eso me quedé inmóvil, y pensé que su padre me estaría viendo derrotado, solo al fondo del pasillo en penumbra y poblado de sillas vacías, con los ventanales detrás de mí recortando a contraluz mi silueta sentada en el suelo, apoyado el codo en el asiento de mi silla, mientras E. se alejaba dándome la espalda.
Y pensé, vaya tontería, que era una imagen digna para despedirse, y que parecería el último superviviente de alguna historia intensa que ya se hubiera acabado.